15.05.2017. Redacción / Turismo y Viajes
Por: Juan Antonio Narro Prieto
Hay una localidad en el norte de África, en el golfo de Túnez, situada sobre un acantilado, que parece estar hermanada con el azul. Un lienzo, de impoluto color blanco, en el que el destino, en este caso con nombre propio -Rodolphe Francis d’Erlanger-, decidió utilizar una sola tonalidad para pintarlo. Puertas, ventanas, rejas, maderas, terrazas, persianas, celosías, sillas, letreros, maceteros, sombrillas o buzones “acordaron” seguir esta tónica general. Fue la normativa legal, a principios del siglo XX, la que obligó a mantener, más tarde, esa limitada paleta de colores tan mediterránea y que tanto recuerda a algunas islas griegas.
Sobre el promontorio en el que se encuentra Sidi Bou Said, con el mar Mediterráneo a sus pies, descubrimos estas construcciones a dos colores. Casas encaladas a lo largo de calles estrechas, empinadas y, en ocasiones, sinuosas. Fichas de un puzle imaginario con indudable encanto que, una vez terminado, conforman una de las localidades más turísticas de este país.
Blanco como fondo; azul como reclamo. El blanco de la cal que limpia y embellece paredes y calles frente al omnipresente azul que le ofrece la chispa. Dos en uno o uno para dos. Un lugar llamativo, turístico, recomendable, atractivo y con bastante poder de seducción. No debe extrañar que algunos pintores, escritores y artistas lo eligieran como destino donde pasar sus vacaciones o para vivir.
Comer en alguno de sus restaurantes acompañado de inigualables panorámicas, beber un típico té con piñones o comprar unos recuerdos en sus numerosas tiendas son relajantes opciones tras una mañana pateando sus calles.
Hace pocos días estuve por esos lares, cámara en mano, como colofón final de un inolvidable viaje por este país. Conocí la isla de Djerba, el desierto, la capital, recorrí algunos vestigios romanos, aprendí algo más de la huella española por estas tierras (incluido el desastre de Los Gelves de 1560), me quedé boquiabierto ante la inigualable colección de mosaicos romanos expuesta en el museo del Bardo y disfruté de su variada gastronomía, especialmente con esa salsa roja picante, llamada harissa, que tanto me gusta.
Recuerdos y añoranzas que brotan con cierta fluidez al escribir estas líneas.
Sin embargo, no pretendo con estos párrafos hacer una relación enumerada de monumentos, locales o lugares que ver en Sidi Bou Said. Hay fantásticas guías de viaje que te ilustrarán al respecto. Simplemente, trato de plasmar las sensaciones que, a mi vuelta, merodean por mi cabeza cuando pienso en esta localidad.
Digamos que podrían resumirse en dos. La primera, resulta obvia: la belleza de este pueblecito, aunque bastante turístico, ciertamente bonito. La segunda, se sintetiza con la palabra “normalidad”. Así es, frente a posibles miedos, reticencias, asperezas, recelos o temores a visitar Túnez me sentí seguro en todo momento. Cómodo, tranquilo, bien recibido, a gusto.
Posiblemente sea éste el mayor de los aprendizajes y, quizás, quedara, desde mi punto de vista, inmortalizado en una escena del día a día tunecino: el té con piñones que bebí en la terraza de una las plazas más céntricas de Sidi Bou Said mientras los turistas disfrutaban paseando en un bullicioso entorno que podría perfectamente ser el de cualquier isla del Mediterráneo europeo.
En definitiva, un país más para recomendar visitar; un destino más para incluir en nuestra agenda. Un viaje “a dos colores” por un precioso pueblo del norte de África.
Ya sabes, en tu cuaderno de próximas escapadas anota con letras mayúsculas Túnez y Sidi Bou Said.