La vida boca abajo

22.04.2024 | Redacción | Opinión

Por: Alejandro de Bernardo

adebernar@yahoo.es

Esta vez, escribí el título sin tener nada claro de lo que iba a hablarles. Lo contrario de lo habitual. Una tormenta de ideas acabó en la conclusión de que “la vida boca abajo” era un buen titular. Que tiene “flow”. Y que puede salir por donde sea. Por mil sitios y por ninguno de los que ha pensado. Son las siete de la tarde. Qué pereza. La falta de costumbre. Las musas, las mías, suelen aparecer con las primeras horas del día siguiente. Son noctámbulas. Como yo. Como yo antes. Ahora ya ni sé. Es como que el cuerpo me pide una cosa y la cabeza -o los pájaros de la cabeza- me pidieran otra. Cada vez los pájaros pían menos pero los escucho más.

  Y así, sentado a contratiempo, sin ganas de casi nada… me da pereza escribir sobre lo que sea. Me da pereza escribir. Dejarse llevar hasta los brazos de la pereza es parar y parar es importante. Paras y aparece el silencio, que es otra manera de vivir. Y llegan ideas y sensaciones estupendas que nunca llegarían de otra manera. Paras y, en la quietud, pasan mil cosas.

Pasa, que mirando el día a día, el suyo y el mío, tendremos que reconocer que nos falta tiempo. Que nos resulta guay estar súper liados. Yo hago listas de cosas que hacer y enseguida se rebelan cuando no las voy tachando. Esto no es normal. Nos metemos en la rueda del hámster y nos olvidamos de vivir la otra vida. La del más acá. Y esa vida más próxima e invisible, existe más allá de las reuniones, la compra, los correos, las prisas, gestionar las redes, los whatsapp o las colas de la carretera.

Y nos atrevemos a juzgar y condenar a los que llevan la otra vida a rajatabla. Como si eso no costara. Decía la actriz Marguerite Duras: “hago películas para ocupar mi tiempo, si tuviera la fuerza de no hacer nada, no haría nada”. Cuando era pequeño una de las muchas cosas que me llamaron la atención fue conocer que los altos hornos, en los que se fundía el hierro, nunca paraban. Pues va a ser que debemos pensar que somos algo parecido. Siempre activos. Hasta el ocio aparece minuciosamente encajado en la ruleta de cada día: café, gimnasio, más café, recoge a los niños de las extraescolares, comprar el pan, hacer planes para el finde… Lo escribo y me agoto. Pero mira que cuesta tachar.

Me contaron hace tiempo que los fondistas africanos ganaban más carreras que nadie porque se pasan los días tumbados, descansando. Solo entrenaban y se volvían a tumbar. Frente a ellos, -los atletas del resto del mundo que viven vidas parecidas a las nuestras, repletas de cosas- estaban los campeones africanos que solo hacían lo justo y a dormir. Alguien nos ha engañado.

La ideología de la productividad choca de frente contra el derecho a la pereza. No son pocos los filósofos que abogan por defender a ultranza el derecho a no hacer nada como una forma vital de resistencia. No hacer nada para vivir de otra manera. No se entienda esta columna como la apología del vago, sino como la reivindicación de poder hacer lo que realmente nos apetezca fuera ya de nuestra obligación laboral. El no llevarnos el trabajo a casa. La ideología de la productividad no tiene límite. Es la eterna insatisfecha. Siempre quiere más. Eso es lo que te encadena. Si además nos planteamos el ocio con similar filosofía estaremos corriendo hacia el abismo por la misma autopista. Tiene que quedar tiempo para la pereza, el arte, la meditación o para mirar a las musarañas. Es hora de dejar de estar con la vida boca abajo. Porque de eso, uno se da cuenta, casi siempre tarde.

Feliz domingo.

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