31.03.2017. Redacción / Opinión
Por Víctor Yanes.
Ya no es tiempo de memorables manifiestos. La significativa presencia de la celebrada reunión de escritores y artistas en general, tan relevante en otros tiempos, ha dejado paso a una desmotivadora versión de altivez con menor buen gusto y talento. La influencia de los campos magnéticos de la camarilla de vanidad grasienta es, en ocasiones, una aspiración a acercarse a una teórica (o no tan teórica) influyente autoridad.
Me gusta observar el paso del tiempo, ser testigo tanto de la evolución como del deterioro y decrepitud de las buenas ideas, y desde fuera, desde lejos, presenciar el show deplorable de los imitadores de genios. He visto un buen puñado de buenos escritores que, paulatinamente, se han ido convirtiendo en una sombra muy empobrecida de la “gloria”, el desparpajo y la naturalidad que un día llegaron a poseer. Renunciaron a todo ese valor de la frescura y la coherencia, perdiendo así, como escritores, su lugar en el mundo.
Tal vez sea cuestión de saber establecer unas mínimas prioridades. No es fácil estar en dos cosas a la vez. Aprender a escribir bien, entregarse a ese impulso de necesidad creativa, presentar públicamente el resultado del esfuerzo y conseguir ostentar un cómodo sillón de ilusoria autoridad intelectual, no es fácil. En la lucha encarnizada entre esos dos mundos, prácticamente incompatibles, el de la soledad del trabajo por un lado y, por otro, el del aplauso y el deseo de no ser contrariado en aspectos referentes a la propia obra, las conclusiones suelen ser siempre las mismas: el escritor deja de escribir bien para dedicarse a otro tipo de ejercicios cosméticos con la propia vanidad. La relación con nuestro reconocible narcisismo es sumamente conflictiva, qué duda cabe.
Ya no es tiempo de manifiestos culturales. El argumentario bien elaborado y presentado en forma de documento de presunta relevancia social, no tiene recorrido. Tampoco tiene recorrido el abuso de la voz de la experiencia o concederles un valor superlativo a todas las trayectorias de los veteranos luchadores de la palabra. Trayectorias dignísimas y respetables, pero que no deben seguir siendo el único anclaje, ya que clama una urgencia básica de no perder el contacto con la realidad, con otra realidad, muy distinta a la que estos hombres y mujeres, de dilatada travesía literaria, construyeron.
Debemos mirar hacia la juventud. Es sorprendente ver cómo la misma película se repite una y otra vez, a lo largo de las décadas y de las diferentes generaciones. Algunos amigos, consagradas figuras de las letras canarias, hablan de la juventud, de lo que fue su lejana juventud, como un espacio legendario que tienden a idealizar, pero cuando ven el movimiento de la juventud de otros muchos más jóvenes que ellos, lo único que parece preocuparles es que no les arrebaten su espacio de vacas sagradas con pesadas digestiones.
Seré deliberadamente lacónico. En la medida en la que los escritores de cierta edad y sólida trayectoria (no todos, existen casos y casos) no giren sus ojos cariñosos hacia la descarada ilusión de carne fresca de la juventud, el aburrimiento soberano hará fracasar cualquier intento por difundir cultura más allá de los amigos, familiares, compañeros, colegas de oficio o sonrientes traidores.
Hay una forma muy distinta de hacer las cosas. Los veteranísimos laureados o reconocidos hasta la pesadez están, a veces, demasiado preocupados en ejercer su derecho a envejecer tranquilos, porque han invertido muchas horas de trabajo en conquistar su tan merecido como inútil espacio de seguridad.