21.08.2018. Redacción | Opinión
Por: Paco Pérez
pacopego@hotmail.com
Les voy a relatar una anécdota muy curiosa y divertida que sucedió a principio de los años setenta del pasado siglo en un colegio religioso de este país, en los estertores del régimen franquista --estaba entonces prohibida, por la censura, cualquier publicación erótica y no digamos de carácter pornográfico-- protagonizada por un conocido mío, que se llama (supuestamente) Julito.
El chico era un alumno muy aventajado, todo un empollón, hijo de un médico odontólogo suramericano y de una madre española funcionaria del Estado. Un chico de clase acomodada, muy inteligente, muy discreto y tímido (aparentemente) que coleccionaba, curso tras curso, sobresalientes y matrículas de honor, todo un ejemplo para los sacerdotes de la congregación que regentaba el centro docente.
Antes de las Navidades de uno de esos años empieza a circular el rumor de que "alguien" está prestando revistas pornográficas a alumnos del colegio, lo que intriga --y al mismo tiempo, preocupa-- a los profesores, porque aquel "negocio" (el que prestaba las publicaciones picantonas cobraba unas apreciables cantidades de dinero) era ya un secreto a voces, y aunque los curas hicieron exhaustivas investigaciones al respecto, no obtenían la respuesta adecuada, con el fin de esclarecer el asunto.
Los religiosos y los demás profesores empezaron a preguntar a los principales sospechosos del "delito", los más extrovertidos, saltarines, divertidos y ruinitos de cada clase, pero por más que se esforzaban en descubrir la verdad, no supieron quién era hasta la vuelta de las vacaciones navideñas, después de la festividad de los Reyes Magos.
Como ocurre en estos casos, el secreto fue desvelado por un estúpido chivatillo, quien señaló a Julito como autor material de los hechos, lo que provocó un gran asombro entre el Claustro del Profesorado, cuyos miembros podían haber sospechado de cualquier alumno del colegio, menos precisamente de él, que finalmente confesó haber actuado así ya que, debido a la gran demanda existente entre sus compañeros, había encontrado una fórmula para ganar un dinero extra para gastarlos en sus caprichos.
En definitiva, estuvieron a punto de expulsarlo del centro, pero el director recapacitó y, en vista del excelente expediente académico del Julito el empollón, desistieron de echarlo y el muchacho pudo terminar sus estudios, eso sí prometiendo que aquel "tráfico de revistas indecentes" cesaría de inmediato.
Años después, el tal Julito nos contó la relatada anécdota destornillándose de risa, sobre todo cuando imitaba la cara que había puesto el religioso director de aquel instituto católico cuando se enteró del trasiego de aquellas revistas y le llamó a su despacho. Todo un poema.