28.02.2017. Redacción.
Por: Sandra Oval.
Terapeuta
Supongo que nunca te has encontrado en una situación límite, sujeto únicamente con tus manos a la pared vertical de un abismo, aterrorizado y paralizado por el miedo, sin fuerzas para continuar y apenas agarrado a una pequeña raíz que asoma a través de la tierra enmarañada de hierbajos. El dolor vivo de la piel de la palma de tu mano aferrada a esa raíz volviéndose insoportable y el pánico invadiéndote por completo al sentir cómo las fuerzas te abandonan mientras eres consciente, poco a poco, de que tu cuerpo no podrá sostenerte por más tiempo, con los pies pataleando en el aire desesperadamente buscando la manera de hallar fortuitamente algún tipo de saliente en el que apoyarte levemente para compensar el peso y aliviar el brazo que te sostiene aún conectado a la vida, pero sabiéndote al mismo tiempo a punto de caer sin posibilidad de eludir la inmediatez de una muerte inevitable, en el que tu cuerpo sin duda quedaría absolutamente espachurrado como una cucaracha y difícilmente reconocible.
Ya…yo tampoco. Eso, literalmente hablando, sólo pasa en las películas de suspense. Pero metafóricamente hablando, creo que todos nos hemos sentido así alguna vez, incluso más de una, cuando sientes que alguien de pronto y sin esperarlo suelta tu mano para siempre y te dice: “ya no te quiero”
De pronto tu realidad cambia por completo. Como si la vida que creías estar viviendo fuera un sueño. De pronto te despiertas y estás agarrado a esa raíz insignificante, con el abismo bajo tus pies, sin apenas tiempo de pensar, y no sabes que te duele más si el cuerpo o el alma. Pero no te lo quieres creer porque si lo haces, sabes que no tendrás fuerzas para seguir peleando por vivir, no encontrarás los arrestos para seguir luchando así que, en un momento de insensata lucidez, decides que ese “ya no te quiero” no significa exactamente eso. Te convences a ti misma de que seguramente lo ha dicho porque siente confusión, quizás lo ha dicho porque necesita tiempo, quizás sólo está llamando tu atención de alguna manera. Además, todas las relaciones pasan por eso, ¿no? En realidad no ha podido dejar de quererte de la noche a la mañana, así que tomas aire y tratas de sacar fuerzas de donde no las tienes para seguir afanándote con tu mano sujeta a esa rama. Vas a salir de ahí aunque nadie te ayude porque la vida te va en ello, porque vas a luchar por lo que amas, porque tú puedes, porque se supone que el amor eso…¿no?
Y la piel de tu mano chilla de dolor, y tu brazo empieza a temblar porque ya no tiene fuerzas, y arañas la tierra con la otra mano tratando de asirte de alguna forma para poder subir por la pared. Pero la tierra te cae en la cara y escupes atropelladamente porque te ha entrado buena parte de ella en la boca. No puedes ver bien porque los ojos te duelen de llorar y no te permiten ver la realidad que estás viviendo y es que, arriba, en zona segura, no hay nadie para ayudarte. Te soltó y se fue. No quiere escuchar tus gritos de dolor. No quiere escuchar que tu corazón sigue latiendo y amando. No quiere que luches, no necesita que lo hagas. Ya ha tomado una decisión…pero tú no escuchas, claro.
Tratas de gritar con todas tus fuerzas que espere…que no se vaya…pero solo te responde el silencio. Y poco a poco te das cuenta de que sólo te queda una salida. Lo sabes. Ya no te quedan fuerzas. Escalar para alcanzar a ese amor es imposible, porque ya no está allí esperándote, te aferras a la raíz del pasado, a los recuerdos imborrables de cuando te demostraba su amor, cuando buscaba tu cuerpo con ansiedad, cuando te decía que no podía vivir sin ti. Pero ya no está. Soltó tu mano para siempre. Se ha ido. Y ya no sólo te queda una opción, una sola…y tienes miedo, tienes tanto miedo…
Y entonces, cuando ya no puedes más, cuando las lágrimas han dejado tu cara manchada de surcos negros y salados, cuando ya tus dedos agarrotados no pueden responder por más tiempo, la rigidez de tus dedos llenos de tierra y amoratados por la fuerza que has hecho para sostenerte, desaparece; tu alma por fin se rinde, y entonces…ocurre.
Sueltas…
Cierras los ojos y sueltas. Se acabó, piensas mientras te entregas a tu destino y esperas a que tu cuerpo se precipite contra el suelo firme que sin duda acabará contigo. Se acabó.
Pero…no caes. Es extraño. No sientes como el aire entra por tu nariz y tu boca a tal velocidad que no puedes respirar ni gritar; ni sientes como tu estómago abandona tu abdomen para trepar a tu garganta en un acto desesperado por abandonar tu cuerpo y salvarse a sí mismo de una muerte segura; ni das vueltas verticales mientras te precipitas inexorablemente al vacío hasta el momento último en que tu cabeza se desintegre contra el suelo.
No caes. Puedes respirar perfectamente bien, no sientes mareo ni vértigo, pero no te atreves a abrir los ojos. Sientes un miedo atroz a lo que pueda haber a tu alrededor. Quizás estás en el cielo y los ángeles van a recibirte tocando el arpa. Eso significará que has muerto y apenas te enteraste. Sin embargo no escuchas ningún arpa, no escuchas música celestial por ninguna parte.
Sientes una sensación extraña pero agradable, y aunque aún no abres los ojos, afinas el oído. Entonces lo percibes, es un ruido suave, como un aleteo que parece mecer el aire como si estuviera acunándolo. Además sientes que tu cuerpo no pesa, en realidad sientes como si estuvieras suspendido en medio de la nada por un fino e invisible cable. Así que por fin te decides a abrir tímidamente los ojos. Y entonces puedas verlas, quizás por primera vez en tu vida. Están justo detrás de ti y son extraordinarias. Son tus propias alas…
Te soltaste. Pero al hacerlo, y lejos de lo que pensabas, no caíste a ningún abismo. Sin embargo permanecías en él mientras te mantenías aferrado a algo que ya no existía. Estuviste colgado en el abismo mientras te negaste a soltar algo que creías necesitar para mantenerte vivo. Soltar te ha permitido no morir tratando vivir del pasado, nutriendo tu presente vacío de amor con recuerdos de lo que fue, porque te niegas a reconocer que ya no está y malvives esperando a que un día vuelva a ser como antes. Rendirte te salvó de caer en el abismo de la locura. Tu propias alas se abrieron cuando decidiste soltar, siempre las tuviste contigo, pero siempre pensaste que necesitabas el amor de alguien para poder sentir que volabas de verdad…
Entonces y contra todo pronóstico, vuelves a reír a carcajadas y a soñar despierto; vuelves a mirar otros ojos y a perderte en ellos; vuelves a disfrutar apasionadamente lo que siempre te gustó hacer que tanto forma parte de ti y sin esperarlo ni pensarlo, vuelves a zambullirte en cada instante viviéndolo como si fuese el último…
El amor es maravilloso en sí mismo. Es lo mejor que puedas sentir en tu vida. Pero nunca es amor verdadero cuando necesitas a una persona a tu lado para sentirte vivo. Siéntete vivo primero. Vuela alto antes de compartir tu vuelo. Y nunca…nunca olvides tus alas. Solo así serás consciente de que compartir una vida juntos es increíble pero que, en realidad, sólo necesitas tus propias alas para poder volar…