Tenerife, hace medio siglo

14.03.2019 | Redacción | Opinión

Por: Paco Pérez

pacopego@hotmail.com

Muchos no la conocieron, porque no tenían edad o porque no habían nacido aún. Hace cincuenta años Tenerife era una isla preciosa, una auténtica joya en medio del Atlántico, con apenas trescientos y pico mil habitantes (por el millón actual) y con sólo treinta mil vehículos de motor circulando por sus estrechas y rudimentarias vías de comunicación, cuando hoy en día está plagada por más de ochocientos mil coches, casi a unidad por habitante, contando los turismos de alquiler sin conductor, los llamados "rent a car" y las numerosas unidades de transporte colectivo de pasajeros, en servicios regulares de la compañía "Titsa" y de otras empresas que realizan trayectos discrecionales.

Por suerte, quien esto escribe tenía por entonces apenas diez años de edad, pero me acuerdo como si fuera hoy de contemplar el Valle de La Orotava, casi virgen, cultivado en su mayor parte por hermosas plataneras, que cubrían como un tapiz verde la mayor parte de la superficie de la comarca norteña, sin la horrorosa autopista que hoy atraviesa ese antiguo vergel. Y el Puerto de la Cruz recoleto, con sabor a mar, con la Plaza del Charco rodeada de casonas típicas canarias de fachadas blancas, con grandes ventanas de colores verde y marrón, de clara influencia portuguesa, en un indescriptible conjunto urbano y aqruitectónico de carácter ultramarino.

No digamos nada de ese Sur, con aquella carretera comarcal llena de curvas, que atravesaba la vertiente meridional de la Isla, una vía muy estrecha, por la que tardábamos en recorrerla más de tres horas hasta llegar al pueblo pesquero de Los Cristianos, una aldea costera, con un pequeño muelle para el refugio de las barcas de los pescadores de la localidad, que poseía un solo lugar para pernoctar, la famosa pensión "Reverón", en la calle principal, frente a la iglesia.

Siempre quedarán grabadas en la memoria las imágenes de Los Cristianos de entonces, con hombres de la mar en la playa, con los pantalones remangados y con sombreros pajizos, y las mujeres vendiendo el pescado, ataviadas de faldas y camisas de color negro, con pañuelos del mismo color cubriendo sus cabezas y atados al cuello, que miraban de reojo y algo desconfiadas a los desconocidos visitantes de otras partes de la Islas, en los tiempos en que andaban por ese Sur grupos de turistas suecos que venían a Tenerife a rehabilitarse de sus lesiones medulares, por el excelente clima que disfrutamos, con los gastos pagados por el Gobierno de aquel país escandinavo.

No digo, ni puedo afirmarlo, que fuera una época mejor, pero sí desde luego más tranquila y sosegada, donde era característico el tradicional carácter de los isleños, amable y sosegado y hasta teníamos, creo, una idiosincrasia distinta y peculiar, que hemos ido perdiendo con los años, desgraciadamente, debido a la fuerte explosión demográfica y a influencias de otras culturas mucho más materialistas y, por ello mismo, más egoístas.

Santa Cruz era una pequeña ciudad colonial con especial encanto, donde los coches podían entrar en en los muelles y podíamos contemplar las arribadas de los buques y las partidas de los barcos de Trasmediterránea hacia Cádiz, como el "Erneso Anastasio" y el "Villa de Madrid" o aquellos añorados correíllos, primero los negros como el "Viera y Clavijo" y sus hermanos "León y Castillo" o "La Palma" y aquella flotilla de "Santas", bautizados todos ellos con nombres de vírgenes canarias, como Nuestras Señoras de la Candelaria, del Pino o de las Nieves.

Me quiero referir también a La Laguna, de donde soy natural. No les puedo explicar la vista que se podía contemplar desde la cima de la Mesa Mota de la agrícola Vega, en el valle de Aguere, donde solo unas casas salpicaban el panorama de una tierra fértil y muy productiva, hoy prácticamente desaparecida.

Recuerdo con mucha añoranza las "excursiones" que hacía mi hermano mayor hasta Los Rodeos, donde íbamos a contemplar aquellos aviones "DC-3" y los "Superconstellation" de Iberia que iban y venían a Madrid y otras ciudades peninsulares y contemplábamos desde la azotea del viejo edificio terminal, con una rudimentaria torre de control, cómo bajaban los pasajeros por las escalerillas de las aeronaves, que aparcaban a solo unos metros de los jardines de la propia estación aeroportuaria.

Y qué me dicen, para terminar, del pueblo costero de Bajamar, al que llegábamos por una descendente carretera local, llena de baches y de curvas, después de atravesar el núcleo urbano de Tejina, para darnos un baño reconfortante. Cuando no bajámos en el coche de mi familia, lo hacíamos en las antiguas guaguas de madera de la compañía de la familia Palazón y solíamos retornar en algún taxi "pirata", por dos o tres pesetas el trayecto, en un "Peugeot" rubia atestado de ocupantes que aprovechábamos aquellos viajes ilegales, pero rápidos y efectivos.

Por hoy concluyo aquí, porque la nostalgia me puede. Y también me entristece cuando contemplo las barbaridades urbanísticas y los atentados contra el medio ambiente que se han cometido en este pequeño territorio en el último medio siglo, por culpa del mal llamado "progreso".

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