Sobre el cuestionable arte de orinar en público

22.09.2019 | Redacción | Opinión

Por: Myriam Z. Albéniz

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Aunque a estas alturas de mi vida ya estoy razonablemente curada de espanto, no he podido por menos que sobrecogerme al conocer el contenido de la muestra con la que Itziar Okariz está representando a España en la presente Bienal de Arte de Venecia. En ella, esta pintora y escultora vasca se muestra a sí misma en una serie titulada “Mear en espacios públicos o privados”, con la que afirma cuestionar las normas y las convenciones sociales orinando de pie. Según el comisario de la exposición, Peio Agirre, se trata de una iniciativa que perfora y vacía el espacio físico a través de sonido, imagen, escultura y arquitectura, y esta idea de perforación asociada al cuerpo le parece una metáfora importante y potente. Textual. Con toda la razón, numerosas voces ya se han alzado para exigir cuentas a los responsables públicos que han financiado con cuatrocientos mil euros los orines de Okariz a lo largo y ancho de este mundo. 

Cómo no recordar en este punto otra manifestación artística alternativa que en su momento perpetró la también alternativa Tilda Swinton en una sala del MoMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York). Dentro de una vitrina de cristal y vestida con camisa azul, pantalón vaquero y zapatos, se tumbó sobre una cama y estuvo durmiendo alrededor de ocho horas, mientras los visitantes trataban de amortizar a duras penas el precio de su entrada al recinto. “The Maybe (El quizás)” se titulaba la cosa. Su autora, Cornelia Parker, mediante un cartel adjunto, describía el despropósito como “actriz viva, cristal, acero, colchón, almohada, lino, agua y anteojos”. 

También me viene a la memoria un reportaje de cámara oculta emitido por televisión hace algunos años y cuyo objetivo era demostrar que los muros de la Feria de Arte Contemporáneo (ARCO) acogían algunas obras de arte, como mínimo, discutibles. Para ello, colgaron en una de las paredes un cuadro al óleo realizado en una guardería madrileña por niños de tres años. Preguntados los sesudos asistentes (y potenciales clientes) sobre los sentimientos que les provocaba la pintura en cuestión, muchos de ellos no dudaron en afirmar que, sobre todo, desesperación. Unas jóvenes añadieron además ciertos toques de angustia y tristeza. Incluso un señor de mediana edad matizó que la citada desesperación nacía del esfuerzo por buscar un camino nuevo. Aunque, sin duda, mi reflexión favorita la vertió un experto que intuyó en el artista una carga erótica muy grande, pero también una represión muy grande. Todo muy grande. Como el tamaño de la tomadura de pelo. 

 Los amantes del arte más clásico y menos contemporáneo vivimos tiempos difíciles. Algunos creadores actuales depositan en el escándalo y en la transgresión el secreto de su éxito, como si abogar por la elegancia y el equilibrio fuera un atraso manifiesto. Si, además, el mensaje que transmiten resulta ininteligible, mejor que mejor. Así condenarán a los ciudadanos normales a explicaciones complicadísimas sobre el sentido de sus esculturas, cuadros, partituras, coreografías o películas. Paradójicamente, esa aparente subversión anti-sistema de la que hacen gala suele estar remunerada desde las esferas del mismo poder objeto de sus críticas y cuyos máximos representantes presumen de progresismo y modernidad mientras financian con fondos públicos los esperpentos de rigor. 

Que yo sepa, Miguel Ángel, Velázquez o Mozart siguen causando admiración con el transcurso de los siglos sin necesidad de ulteriores explicaciones. Tal vez sea porque emitir cualquier sonido no equivalga a cantar, ni convulsionar sin sentido sea sinónimo de danzar, ni trazar una serie de garabatos pueda equiparse a pintar. No seré yo quien critique a aquellos que, desde la libertad y el respeto, se expresen como sus mentes y sus cuerpos les den a entender. De hecho, yo también lo hago. Pero, por lo menos, me abstengo de calificar como obra de arte lo que, en el mejor de los casos, es un mero ejercicio expresivo y, en el peor, un engendro de tomo y lomo.
 

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