19.04.2020 | Redacción | Opinión
Por: Rosario Valcárcel Quintana
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La misma noche de la declaración del estado de alarma en España por la crisis del coronavirus, los síntomas de una gripe, que llevaba padeciendo hacía unos días, comenzaron a acelerarse de tal forma que llegué a pensar que había contraído la terrible enfermedad.
Siento miedo.
El virus invisible y letal, paraliza las fiestas y la enseñanza presencial, la actividad cultural y de ocio, los negocios. Se implanta el teletrabajo. Confinada en casa cambio la rutina. El mundo se enmudece y el tiempo se hace más lento, me acosa con su vacío, se convierte en espera, y con esa zozobra me pregunto:
- ¿Qué puedo hacer? ¿Se avecina el fin del mundo?
Sueño con los ojos abiertos, mis sentidos se agotan, tengo alucinaciones y veo una playa desnuda y un mar que arde. Me sube la fiebre, tengo tos y siento dolor de garganta cuando respiro. Lo peor es que el dolor se repite cada vez que exhalo el aliento. Y esto, hace que me olvide de sonreír. Pero hago un esfuerzo, no quiero sentirme nostálgica, ni que el pánico se apodere de mí, por eso relajo la mente con mis ejercicios de meditación y busco las ventajas ocultas que trae consigo cada privación.
Sabía por su paso por China, que la enfermedad del Covid 19, acecha, olisquea, otea, trunca el bienestar de millones de habitantes. Mata. Sabía que el mundo estaba pasando por un momento de dolor y muerte, de violencia oculta, del dominio ejercido por los poderes económicos. Pierdo la capacidad de pensar y por mucho que intento imaginarme lo que está ocurriendo, mi mente empieza a dar vueltas, lo mezclo todo y me convenzo:
-Esta vez es de verdad, me he contagiado.
El miedo me deja una corriente fría en la nuca, me hace llegar a conclusiones erróneas, como me pasa ahora mismo. Menos mal que consigo convencerme de que era una alucinación.
Después me viene a la memoria hechos remotos, episodios de pandemias ocurridas siglos antes de la Edad Media. Repaso la historia: la peste negra, la emigración y el hambre, el terrorismo y los fenómenos climáticos, y la gripe de los años 20 que nos dejó cincuenta millones de muertos, el sida o el ébola, la tuberculosis, la malaria, la gripe A.
Siento miedo.
No sé cuánto tiempo llevo sintiendo este miedo. La muerte deambula por mi alma, entra en mi casa a través de la televisión o por los wasap o las redes sociales. Veo escenas de guerra, escalofriantes: Los rostros de la gente, los gestos, las miradas, los objetos que hablan con un lenguaje propio. Y en esa lucha, el sentido heroico de la vida nos presta un aliento que no es de este mundo.
Y reparo en que el ejército, con agilidad, convierte polideportivos desnudos en ambulatorios de campaña y Palacios de Hielo en una gran morgue. Y ante ese espectáculo de horror y desesperación, evoco el drama humano de las residencias de ancianos, de hospitales en que se amontonan cuerpos contra cuerpos: cadáveres.
Distingo como los enfermos retroceden las miradas, se les desata los lazos de la vida, agonizan en sus lechos y balbucean, mientras apuran su existencia en una agonía larga. Siento piedad y frustración. No veo el final del túnel. Y un pensamiento, una lectura va dando paso a otra, y me tropiezo con las palabras del politólogo estadounidense Chomsky quien afirma entre otras cosas que:
… la pandemia del coronavirus pudo evitarse, pues había señales de que la próxima pandemia vendría a través del coronavirus en una versión modificada del SARS, pero pese a que las señales estaban allí nadie hizo nada significativo.
Todo es confuso, y en un hospital belga, Suzanne Hoylaerts, tiende un brazo y le coge la mano a una sanitaria y con ese sentimiento de dignidad que poseen algunos humanos, manifiesta con ternura:
-Yo he tenido una buena vida, guarde el respirador para los pacientes más jóvenes.
La enfermera se estremece. Era difícil aceptar la decisión, pero le gana y se queda con ese rasgo de solidaridad, se queda con esa belleza melancólica, con esa fatalidad de saber que miles y miles de personas lo necesitan.
Lamentablemente, Suzanne murió dos días después por la falta de oxígeno.
Y en la lucha por sobrevivir, la muerte adquiere un carácter cotidiano. Las sanitarias cansadas, muy cansadas continúan trabajando, redoblando sus fuerzas, sus gestos. Miran con vértigo como el sol se hunde en el mar, pero son capaces de elevarse y transitar por encima de las aguas, de morir para luego resucitar y elevar sus voces en cantos y aplausos.
Al llegar el sueño definitivo, los enfermos parten silenciosos, solos o con suerte acompañados por los ojos de algún ángel que pronuncia las sílabas de sus nombres. Y es en ese momento cuando los familiares y amigos asumen con tristeza que no pueden dar ese apretón de manos, ni el último beso, ni celebrar el funeral ni el entierro. Conscientes de los riesgos de contagio, recogen las cenizas del crematorio sin los acostumbrados abrazos y las lágrimas de despedida, sin las famosas últimas palabras y sin ningún apoyo moral.
Y, a pesar de que algunas naciones se unen en un vínculo común, que la vida jamás había sido tan valorada, que los seres humanos estamos más unidos que nunca, y que a veces, en casa Rubén y yo nos abrazábamos y yo cierro los ojos de felicidad. La alegría de vivir se mezcla con la angustia y me pregunto:
-¿Cómo se puede preparar uno para la muerte de casi cien mil personas en el mundo por un coronavirus?
Siento miedo.
Me esfuerzo por encontrar las ventajas ocultas que traen consigo la privación, la clausura, el silencio, y comprendo que mi presencia está determinada por múltiples eventualidades, que vivo en un lugar semejante a un sueño, en un mundo de fantasías, entonces en silencio me repito: No puedes seguir así, comportándote como si tuvieras un número infinito de vidas, como si fueras inmortal.
Y, aunque en el fondo estoy convencida de que esto acabará, me sorprende lo poco que echo de menos las cosas que hacía antes, aquellas de las que no podía prescindir y de las que espero disfrutar en el futuro. Poco a poco el miedo se va desvaneciendo y me empiezo a sentir más segura, quizás por el convencimiento de creer que estoy a salvo y salvando vidas, y esa es la recompensa por quedarme en casa.
Pienso en el sol, en la playa de Las Canteras y en mis amigos a las que tanto les echo de menos, renuevo conversaciones, compongo un poema y gracias al cine recorro calles y rincones del mundo. Leo a Boccacio y recuerdo ‘Los cuentos de la peste’: homenaje de Vargas Llosa al ‘Decamerón’‘, un libro que el propio escritor lo lleva a las tablas con él como actor en el Teatro Español de Madrid.
Y desempolvo las antiguas recetas de mi madre y cocino con tanto amor que Rubén y yo nos chupamos los dedos. Disfruto con el aleteo de los mirlos que se acercan al jardincillo que estoy podando, y pensaba pintar la terraza de color verde monte pero eso aún está pendiente.
Y así, día a día, he podido disipar el miedo y el desaliento, el viento y la oscuridad, el dolor, el enorme dolor que apenas me ha rozado y que ahora creo conocer.
Imagen: Calle Triana, Las Palmas de Gran Canaria | Redes Sociales