26.11.2016. Redacción
Por: María del Pino Fuentes de Armas.
Generaciones de jóvenes de todo el mundo han cantado el pegadizo estribillo de Carlos Puebla, la mayoría sin saber que aludía a la revolución cubana de 1959 y al poliédrico Fidel Castro, el Comandante, el líder glosado por decenas y decenas de intelectuales, escritores, políticos y amigos, que se convirtió en un símbolo para el mundo. Para unos ha sido el héroe antiimperialista, para otros un dictador mimado por la historia. Lo mismo se le ha calificado de reformador social que de verdugo de libertades; de arquitecto de la soberanía nacional cubana o de irresponsable capaz de poner a su país al borde de la guerra atómica. Siempre caminó entre la crítica de Occidente y el odio de los exiliados, en mitad de la adulación de la izquierda más radical y la admiración de la América nacionalista.
A Fidel Castro se le temió en la isla. Los cubanos del siseo bajo la radio encendida, se lamentaban que creara un sistema totalitario de partido único. Los que ponían el aire acondicionado para murmurar, de las medidas de represión contra la disidencia y del rotundo fracaso económico. Muchos no se atrevían a citar su nombre, y estiraban una barba imaginaria o hablaban del Caballo, volviendo el rostro a izquierda y derecha antes de pronunciar el mote. En Cuba se sabía todo, se escuchaba todo y no se decía nada.
Los defensores del eterno “Comandante en Jefe” vestido de verde olivo, sus admiradores, destacaban que elevó los índices de salud de Cuba al nivel de los del primer mundo, que erradicó el analfabetismo, desarrolló la cultura y el deporte, algo inaudito en un país tan empobrecido donde el principal valor ha sido - y es- el coraje y el magnetismo de su gente.
Finaliza una época, la que se inició cuando Fidel y sus hombres - tras 25 meses de lucha guerrillera en la Sierra Maestra- derrocan la dictadura de Fulgencio Batista, sobreviven a una decena de cambios presidenciales en Estados Unidos, a la invasión de Bahía de Cochinos de 1961, a la crisis de los misiles de 1962, al embargo impuesto por Washington casi desde el inicio de la Revolución en 1959, a la caída del muro de Berlín y a la desintegración de la Unión Soviética. Una época marcada por la diáspora de más de un millón y medio de cubanos que abandonan la isla por razones políticas y económicas.
Aún conservo algunos de los libros que me obsequió en su nombre Gallego Fernández: Fidel y la religión, La edad de oro de José Martí, El asalto al cuartel de Moncada…Y las horas de conversación con cubanos de dentro y cubanos de fuera, el sentimiento por su música y sus maravillosos paisajes. La razón de ese afecto de los canarios por la “perla del Caribe”, surgió un día hablando con Eusebio Leal, el historiador de La Habana, cuando sonreímos al decir casi al unísono que Cuba y Canarias son primas hermanas.
Con Fidel muere un líder de personalidad aplastante, el presidente de los discursos maratonianos, omnipresente en la historia de la Isla y en el concierto del mundo, personaje clave de los siglos XX y XXI, un hombre rodeado de leyenda al que cada cubano le pondrá en su tumba el epílogo que su corazón le dicte.