Proteger la intimidad

25.02.2024 | Redacción | Opinión

Por: Alejandro de Bernardo

adebernar@yahoo.es

Soy radiófilo compulsivo. Si digo esto y lo dejo así, lo que realmente sería es un auténtico ignorante. Porque radiófilo es otra cosa muy diferente a ser amigo de la radio. Busquen el significado. Yo lo que quería decir es que soy radiooyente impenitente. Un obstinado en el afán de escuchar las distintas emisoras en cada momento. En casa hay un aparato de radio en cada una de las estancias que frecuento (salón, cocina, dormitorio, despacho, cuarto de herramientas, barbacoa…). Será porque no me exige que lo mire y que me permite hacer lo habitual sin coartarme para nada. No lo sé. Me viene de lejos. Ya me castigaron en el colegio porque el profe me pilló en la hora antes del examen con un transistor en el pupitre del que salía el cable de los auriculares y llegaba hasta el oído por debajo de las mangas de mi jersey, mientras yo aparentaba estudiar hincando los codos como un poseso.

El profe –el hermano Carlos- no me dijo nada, pero sutilmente se acercó a la pizarra mientras decía a la clase: “Van a desarrollar este tema como examen de historia de hoy”. Y sin inmutarse escribió: “Reyes holgazanes: Alejandro I de León”. Pasando a continuación a requisarme el aparato sin más contemplaciones.

Nada. No perdí ni un fisco de afición. Al contrario. Y cuánto se aprende escuchando. El otro día, había un apasionante debate. No había caído en el asunto. En alguna cena de amigos lo habíamos comentado, pero un poco por encima. Sin ir más allá. El intercambio de opiniones que escuché en antena me dejó helado. ¿Hay que dar o no la contraseña del móvil a la pareja? Al momento, se posicionan los extremos. Tertulianos expertos en comunicación y psicólogos compartían o enfrentaban posturas.

Y se incendia el debate: confianza ciega en el otro o protección máxima de tu intimidad. Hay muchos países en los que es delito espiar el móvil o el correo electrónico de tu pareja. En España, por ejemplo, lo es. Así lo explicaban los especialistas que se enzarzaban en si es mejor ejercer de amor ideal y compartir incluso contraseñas con total libertad o si esa misma actitud es un claro síntoma de posesión y de celos enfermizos. Cuando el amor se vuelve tóxico, espiar el móvil de la pareja para controlar sus actos se convierte en una obsesión para mucha gente. Y cuando digo mucha es mucha. Mucha más de la que seguramente usted o yo imaginamos.

Termina el debate y, sin bajarme del coche, busco en Google sobre este asunto. Alucino con los millones de resultados. Aparecen todo tipo de historias y situaciones. Les cuento esta que recoge el periódico argentino La Nación y que terminó en separación por nada. “Mi pareja anterior se llevaba el celular al baño y estaba ahí, con el teléfono, más de media hora. Esa actitud me molestaba mucho, sentía que me ocultaba algo. Él me juraba que no, que solo hablaba con sus amigos. Un día le agarré el teléfono y cuando quise entrar al WhatsApp, no pude porque él había puesto una contraseña. ¿Si no tenía nada que ocultar, por qué la clave? Discutimos toda la noche, él decía que así defendía su privacidad. Después de eso, nos separamos. Pero antes me mostró el WhatsApp: no había nada raro, solo algunos videos cortos algo subidos de tono que se mandaba con sus amigos”, cuenta la chica, aún arrepentida de haber sucumbido a sus celos.

Hay casos mucho más duros que dejaré a su imaginación. El hecho de que tu pareja se obsesione por tener tus claves y saberlo todo de ti tampoco creo que sea sano. Se empieza por ahí y llegamos a situaciones en las que los adolescentes -machitos o hembritas- están controlando a sus parejas por el móvil de una manera que es un evidente asalto a la intimidad. Y lo hacen cada vez más jóvenes. No es conveniente guardar el disfraz de iceberg. Mejor no conocer lo que se oculta bajo el océano. El móvil hoy es el reflejo de nuestro alma. Mejor morir con el alma sin revelar del todo. No sé cuántos superarían esa prueba. ¿No le parece? Enciendo la radio.

Feliz domingo.

 

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