17.06.2024 | Redacción | Opinión
Por: Óscar Izquierdo
Presidente de FEPECO
El aceleramiento general es tan acusado, que vivimos la paradoja de contar con todos los medios tecnológicos para ayudarnos a transitar la vida pausadamente, incorporado el confort y bienestar, pero en cambio sucede todo lo contrario, siendo el apresuramiento la característica vital de nuestro tiempo. No se sabe aprovechar lo que tenemos a nuestra disposición, haciendo un uso adictivo que lleva a la inacción, perdiendo el tiempo tontamente, apegados o enchufados a cualquier tipo de pantalla. Parece obligatorio hacer cualquier actividad de forma rauda, veloz y vertiginosa, aunque los resultados no sean ni los esperados ni mucho menos satisfactorios, aquietándose con el pensar que se ha realizado rápidamente. Ahí se queda la satisfacción. Aunque es oportuno, antes de que se nos olvide, poner la puya, con el fin de intentar estimularla, manteniendo la insistencia, que esta característica de nuestro tiempo es totalmente desconocida en el funcionamiento ordinario de la burocracia. Ahí todo sucede calmosamente, laborando al revés, es decir, que no se mueva nadie, ni nada, para que todo transcurra en la más absoluta indolencia. Pero vamos a ponerle literatura de la buena, para calmar cualquier pensamiento de alguien que pueda sentirse afectado, con una frase del escritor español Juan Goytisolo, de su novela Señas de Identidad, cuando escribe “una golondrina rasga ágilmente el espacio y con indolencia esbelta, se esconde en el alero del tejado de la biblioteca municipal”.
Lo que merece ser hecho hay que hacerlo bien, a conciencia, con ganas, poniendo espíritu de superación, sin tardanzas ni descanso abusador. El animoso estará siempre preparado para afrontar cualquier reto que se le ponga por delante, detrás o los lados. Las chapuzas son para los Pepe Goteras y Otilio, chapuceros por antonomasia y desastrosos por los resultados. Por el contrario, la virtud, que el filósofo Aristóteles definió como la capacidad de hacer bien lo que uno hace, es un hábito o disposición habitual que cuesta esfuerzo, pero da muchas satisfacciones personales y éxitos profesionales. De lo que se trata no es proceder alocadamente, ni tampoco despacio o abúlico, sino permanecer constantemente en la centralidad de lo bueno y malo, alejado de los extremos, tanto de derechas como de izquierdas, siempre divisores, conflictivos e incapaces de conseguir utilidades.
El refrán de que “la fuerza se va por la boca”, refiriéndose al que habla mucho y hace poco, por debilidad, inconstancia, vanagloria, ignorancia o cualquier otra circunstancia existencial, es precisamente a donde nos lleva la parálisis esclerótica, como la verdadera singularidad de nuestros días. “Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla” ya lo dijo el psicólogo Sigmund Freud. Si todo lo que se proclama, ya no decimos promesas, porque es una palabra tan gastada en su significado original como la de sostenibilidad se cumpliera literalmente, viviríamos en la sociedad de la perfección, porque nada cuesta discursear y cuanto empeño, acompañado muchas veces de sacrificio, exige la actividad operativa y productiva. Que razón tenía la escritora francesa Madame de Sévigné cuando sentenció “si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar”.
La virtualidad, que es productora de efectos engañosos, opuestos radicalmente a lo efectivo y real, se ha instalado o mejor expresado, incrustado en lo público, sobre todo en el ámbito político, donde engendrar no está de moda, se desdeña. Siendo más fácil y cómodo entretener a la gente con esperanzas infundadas desde un sillón o micrófono, que poner la ultima piedra de cualquier obra. Auténticos engatusadores.