01.12.2024 | Redacción | Opinión
Por: Alejandro de Bernardo
adebernar@yahoo.es
No es por asustar, pero la exposición a las redes sociales activa las mismas zonas del cerebro que el consumo de drogas. No se me ha ocurrido a mí, así concluye un estudio de la Universidad de Harvard. Estamos viciados. Unos más que otros, eso sí. Vivimos más pendientes de las pantallas que del resto del universo mundo.
Un mundo cada vez más interconectado, donde la vida personal se mezcla con la virtual en un solo clic. En el que las redes sociales se han convertido en el escaparate de nuestras vidas. A diario navegamos entre imágenes perfectas de vacaciones paradisíacas, cenas de lujo y sonrisas desenfrenadas pero, si miramos con atención, detrás de muchas de estas instantáneas se ocultan realidades más grises y tristes. Este contraste tan marcado, entre la euforia que transmitimos y la lucha personal que a menudo enfrentamos, es el tema sobre el que me gustaría reflexionar.
Las plataformas digitales nos han dado la varita mágica para crear una versión idealizada de nosotros mismos. Cada post es cuidadosamente seleccionado. Cada filtro ideado para embellecer la realidad. Cada comentario un intento de obtener el aplauso que no nos llega en la vida real. Este juego de apariencias, un tanto intrigante, trae consigo una serie de consecuencias que no podemos ignorar. La búsqueda obsesiva de "me gusta" y la necesidad de ser apreciados nos atrapa en una espiral de insatisfacción y superficialidad que termina por tapar nuestras experiencias auténticas. Ya no sabemos ni lo que en realidad somos.
Los datos son crueles. Detrás de esa fachada reluciente, muchos viven en un estado de ansiedad y tristeza. Los niveles de depresión y ansiedad han aumentado de manera exponencial. La comparación constante con las vidas “exitosas” de los demás nos lleva a menospreciar nuestras propias luchas y victorias. En un entorno donde se suele mostrar lo mejor de cada uno, la vulnerabilidad se convierte en un tabú: fuertes por decreto, guapos y elegantes por obligación. La realidad, sin embargo, que muchos experimentan –desempleo, soledad, problemas económicos– queda relegada a la oscuridad, mientras en las plataformas brillan con imágenes de orden y felicidad. Las dos cosas no son compatibles.
En esta era de la inmediatez, los vis a vis, incluso las llamadas de teléfono, han sido reemplazadas por "likes" y "shares", donde la cantidad suele prevalecer sobre la calidad. Las amistades se han vuelto más superficiales, y el soporte que antes se ofrecía cara a cara ahora se limita a comentarios en una publicación. Ya parece que no necesitáramos tocarnos, olernos, abrazarnos, vernos…
Con frecuencia, aquellos que comparten su realidad más cruda lo hacen en un intento de romper con esta norma insostenible. Pero son muy pocos. Por ejemplo, influencers que deciden mostrar su vulnerabilidad, sus días de tristeza y sus batallas internas, logran visibilizar el hecho de que detrás de la vida perfecta que todos parecemos llevar, existen momentos de debilidad y dolor. Estos son los que se salvan. Los auténticos. Los que aceptan sus imperfecciones y las de los demás.
Es esencial abogar por una cultura que valore la autenticidad por encima de la apariencia superficial. Quizás, al compartir nuestras luchas y realidades, podamos construir una comunidad más empática, donde la vulnerabilidad sea un testimonio de la riqueza de la experiencia humana. Y la forma de no generarnos conflictos sobre lo que somos y hacemos. Empleándonos en luchar por lograr lo que de verdad queremos ser. No se puede ser “hiperfeliz” y desgraciado a la vez. Las redes sociales nos están volviendo idiotas.
Tenemos que deshacernos del yugo de las apariencias y encontrar un sentido más profundo en nuestras vidas. Reclamo la autenticidad. No se puede dar un beso y estar comiendo pipas. Pero para muchos, esa, por desgracia, es su realidad.
Feliz domingo.