03.08.2018. Redacción | Opinión
Por: Paco Pérez
pacopego@hotmail.com
El otro día oí a un psicólogo en un programa de la cadena COPE decir que se ha demostrado que un ser humano en edad adulta no puede acordarse de nada de los primeros cuatro años de su vida, porque el cerebro de las personas, desde que se nace está en un período de permanente aprendizaje y la mente no es capaz de registrar adecuadamente lo sucedido en los primeros cuarenta y ocho meses de nuestra existencia terrenal.
A pesar de la afirmación de este especialista, hay personas que aseguran recordar cosas sucedidas antes de cumplir los cuatro años de edad, algo que ponía en duda este psicólogo, que más bien creía que de adultos supuestamente nos acordamos de cosas de nuestro primeros meses de vida, pero simplemente porque nos contaron con posterioridad determinadas hechos de nuestra tierna infancia y luego las asumimos como nuestras.
Es posible que este hombre tenga razón en lo que dice, porque yo sólo recuerdo algunas anécdotas de cuando tenía cuatro, cinco o seis añitos.
Me acuerdo perfectamente, por ejemplo, de cuándo unos estudiantes de Las Palmas, que vivían en el barrio lagunero de San Honorato, en una casa de alto y bajo que les tenía alquilado mi madre, me enseñaron cómo se escribía mi nombre, Paco, con mayúsculas, con solo cuatro añitos. Esas cuatro letras, que para mí eran entonces un simple garabato, las reproduje a partir de entonces como un autómata y una vez dibujadas se las enseñaba a todo quisque viviente, para que supieran cómo me llamaba realmente.
También recuerdo una anécdota sucedida en un bar de Madrid, en un viaje en el que me llevaron mis padres en el año 1962. Me había comprado un cochecito de juguete con cuerda que andaba por el suelo unos pocos metros. Debía de haber estado dando la lata por el establecimiento, porque la llave de la cuerda desapareció como por arte de magia, y aún sospecho de que un señor mayor, con traje y chaqueta, me la quitó sin darme cuenta y aunque mis progenitores estuvieron un rato buscando la pieza durante, siempre me dio la impresión de que aquella llavita terminó su "vida laboral" en el bolsillo de la chaqueta de aquel caballero, que ya estaría harto de mí y del cochito de marras.
Son concretos detalles de los primeros capítulos de mi "flash back" vital particular, que sí los recuerdo claramente, como también me acuerdo de una oronda maestra, doña Enriqueta, que fue mi profesora en Párvulos en el Instituto de Canarias, hoy llamado "Cabrera Pinto", que nos hacía llevar al aula huevos enteros previamente vaciados, para que hiciéramos llamativos muñequitos, con cartulinas y pegamento.
¡Qué cosas¡