14.12.2024 | Redacción | Opinión
Por: Alejandro de Bernardo
adebernar@yahoo.es
Las echo de menos. Cuanto más lo pienso… más añoro aquellas cartas. En un mundo donde la inmediatez se ha convertido en la normalidad, es fácil olvidar la magia que una simple carta podía encerrar. La proximidad de la Navidad y el Año Nuevo atascaban al servicio de correos. Todo el mundo enviaba felicitaciones. Y se escogían con mimo, dependiendo de “para quién”. Aquellos días, estos días de diciembre, solían ser especiales. Un tiempo en el que las cartas se convertían en mensajeras de cariño, de esperanza y buenos deseos. Hoy, en la era de los móviles y del whatsapp, la añoranza y el recuerdo de aquellos momentos me llena de nostalgia.
Recuerdo con cierta melancolía aquellos días en los que la espera de una carta era un ritual en sí mismo. La emoción de abrir el buzón y encontrar un sobre con tu nombre escrito a mano, con una caligrafía que delataba a quien lo enviaba. Conocíamos la letra de cada uno. Recuerdo que la mayoría de las chicas tenía trazos más redondeados que los nuestros. Y sus puntos eran pequeños círculos. Eran peculiares. Supongo que ellas verían nuestra peculiaridad en los trazos más apuntados. Y en otros detalles seguramente más profundos. Cada carta era un tesoro, un fragmento de la vida de alguien que se tomaba el tiempo para escribir, para compartir sus pensamientos. Sus sentimientos. En cada palabra, en cada rasgo, había un pedazo de alma. Un trocito de corazón.
Las felicitaciones navideñas eran especialmente significativas. Como las redes sociales no existían, las cartas se convertían en el hilo que unía a amigos y familiares, incluso a los que estaban lejos. Sobre todo a esos. Cada tarjeta era un abrazo en papel, un recordatorio de que el amor y la amistad podían atravesar cualquier barrera. Las palabras elegidas con cuidado, los dibujos a mano, las anécdotas compartidas… todo ello creaba un lazo emocional que hoy parece desvanecerse en la rapidez de un whatsapp. Claro que esto de lo que les hablo, debe sonarle a chino a la “generación Z”.
Las cartas. Ahora las echo de menos. El año pasado llegó a mis manos una que escribí a una niña cuando yo tenía ocho años. La he releído mil veces. Está llena de amor, de ternura, de inocencia y de ingenuidad. Escrita desde el alma de un niño de ocho años. También recuerdo la afición que tenía mi madre por leer mis cartas antes de que yo me enterase de su llegada. Andábamos a la greña con eso. ¡Qué mujer! Mis hijos, como todos los de esta generación se pierden estos tesoros.
Recuerdo también con cariño las tardes en las que me sentaba a escribir a mis amigos. A mis amigas. La emoción y la anticipación de saber que mis palabras llegarían a su destino, era un ritual que me llenaba de alegría. Cada carta era una joya. Un fragmento de tiempo que se detenía para permitirnos conectar de una manera más profunda.
La incertidumbre de no saber cuándo llegaría la carta, o si llegaría, añadía un toque de magia a la experiencia. Era un juego de emociones, donde la alegría de recibir una respuesta se mezclaba con la inquietud de la espera.
Ahora no escribimos. Solo hablamos escribiendo. Que es distinto. La emoción de recibir una carta, de desdoblarla con cuidado y leerla lentamente, una y mil veces, era una experiencia que no se puede replicar con un sms. En un tiempo en el que la comunicación era un arte, cada carta era un regalo que es una pena perder. ¿No le parece?
Feliz domingo.