08.02.2017. Redacción.
Por: Víctor Yanes García.
¿Somos verdaderamente reales cuando hablamos a través del precario altavoz de las redes sociales?, ¿alguien conoce forma más cómoda de expresar estados de opinión que salvaguardando la identidad física y real, esa con la que nos movemos o nos deberíamos mover con naturalidad en nuestras relaciones con los demás?
Paradójicamente, nuestra sociedad valora sobremanera la sinceridad y, sin embargo, la mentira se practica a gran escala desde los nada ejemplarizantes altos mandos del poder, está tan mal considerada como la homofobia, el racismo, la violencia de género u otras atrocidades que, en cambio, se fomentan socialmente, por la ignorancia cuasi militante y por la falta de la más elemental instrucción. Pero claro, siempre nos quedará el Facebook, tabla de salvación para emitir rugidos guturales del más bajo nivel y sonoras parrafadas seudopolíticas, propias de soldados, cien por cien adheridos a una causa religiosa, a una fe sin límites que no permite la discrepancia ni el pensamiento divergente.
Sorprende, que sean estos feligreses y toda su liturgia de contundentes acusaciones vía Facebook y vía Twitter, los que digan sentirse perseguidos o señalados, cuando cualquier grotesco exabrupto expulsado representa una clara y evidente muestra de mal gusto, aplaudida, sin fisuras, por una pléyade de nefastos seguidores de toda la infame zozobra. No podemos seguir así y urge, de manera perentoria, una reflexión, sin pasiones ni acaloramientos.
Me atreveré a realizar un pequeño abordaje de la delicada cuestión.
1. Esconderse, igual que cobardes digitales, detrás de la redes sociales para descargar la fuerza de la furia contra todos o contra una parte, puede descubrirnos, en su propia amargura y en su recalcitrante soledad, a unos seres anónimos que no sabrían mantener dignamente sus aseveraciones si el contexto del desencuentro político fuera otro. Tenemos, por lo tanto, ante nosotros, una forma más de cristalización del fracaso de la comunicación humana y, lo que es peor, de la libertad de expresión.
2. La dificultad supone un reto, es casi un premio, una de las más relevantes joyas de la evolución humana desde una perspectiva psíquica o individual o colectiva, en tanto que nos obliga a salir de nosotros mismos para entablar contacto con los demás. Sin embargo, en tiempos como los actuales, sumamente grises, si al plástico residual de la belleza aparente, le sumamos todo el postureo de la falsa modernidad que se hermana con el dramático vaciado de la democracia, ¿qué tenemos? Masas humanas de opinadores que, exclusivamente, creen en sí mismos, en sus poco argumentados criterios. Opinadores ilusos que piensan haber alcanzado la breve gloria de un hallazgo ideológico irrefutable. No lo olvidemos nunca, democracia y empatía son hermanas gemelas redescubiertas. Una sin la otra o por separado no tienen sentido mínimo de utilidad práctica. La democracia está prácticamente vacía de contenido y la inmensa mayoría de personas que se despachan ampliamente en las redes sociales contra el todo o contra una parte, han contribuido decididamente a ello.
3. El altavoz precario de las redes sociales emite, no en pocas ocasiones, fatales interferencias de bajas pasiones. El “artilugio Facebook” y el “artilugio Twitter” son maravillosos escenarios para el histerismo de toda índole, especialmente para el histerismo político, acérrimo enemigo del lenguaje y del análisis. Naturalmente, no soy partidario de engrosar la lista de defensores de la censura. La censura, es esa antigua y obsoleta desautorización que proviene de algún estamento mal llamado “regulador de la convivencia” y que actúa como un padre vigilante. La censura no arroja luz ni aporta ninguna solución viable. Empeora las cosas.
Pero los censores de este país llamado España, no se dan cuenta. Son torpes, mojigatos, atropellados ellos mismos en su limítrofe inteligencia, no saben, no caen en la cuenta de que el “artilugio Facebook” y el “artilugio Twitter”, significan casi una bendición para ellos. La derecha económica, la derecha política controla la mayor parte de los medios de comunicación. La derecha tiene un poder aplastante en España. Maneja los mandos de la torre de control mediático, donde se elaboran los grandes estados emocionales que condicionan la voluntad colectiva, por ejemplo, la del votante que deposita su papeleta en una urna. En cambio, la izquierda, ¿dónde está? Toda esa enorme masa social enfurecida, ¿dónde está?, ¿en el bar?, ¿en los estadios de fútbol? No, está en las redes sociales. Nos hemos conformado con las redes sociales. Ellos tienen el poder, nosotros las redes sociales. Nueva prueba de victimismo histórico y de visión inocente y netamente simplificadora de la izquierda que se autodenomina transformadora. Somos tan rematadamente ridículos y conformistas que ahora muchos internautas, muy activos en las redes, se quejan amargamente cuando ven recortado su “derecho” al insulto o al grito primitivo de rabia. Sí, señores, nos hemos conformado y hemos participado de la ridiculización de la libertad de expresión, haciéndola descender hasta tan bajos estadios subterráneos.
Hemos muerto, sepultados bajo esa gigantesca alienación que es el mundo digital. Nos guste o no, necesitamos ser honestos con nosotros mismos si lo que pretendemos es cambiar realidades que, amargamente, nos disgustan. Estamos atrapados, pendientes de la materialización de nuestro sordo cabreo político, que nos impide, por efecto del exceso y la desmedida, la organización, atrofiando la capacidad de movimiento y de acción.
Hemos rechazado inconscientemente el debate, porque el debate implica respetar al otro y aprender a escucharlo y eso es un trabajo demasiado engorroso e incómodo que, además, no entronca con la cultura de la inmediatez.
La derecha ha triunfado amigos, nos ha ganado la batalla cultural por escandalosa goleada. Ellos querían llevarnos hasta este extremo de paroxismo e histeria, de desmembración de nuestro propio discurso. Hemos caído en la trampa. Siempre nos quedará el Facebook y el Twitter, tablas de salvación para emitir simples rugidos guturales del más bajo nivel y sonoras parrafadas seudopolíticas.