06.04.2017. Redacción / Opinión
Por: Carlos Jiménez
En 1837 Hans Christian Andersen escribió un cuento sobre un emperador presumido que se preocupaba mucho por su vestuario.
La historia cuenta que unos sastres se quisieron aprovechar del emperador y lo convencieron de que podían hacer el traje más bonito del mundo. Además, este traje solo podría ser visto por las personas inteligentes. O sea, los estúpidos no podrían verlo.
El emperador cayó en la trampa de los pícaros. Les encargó su confección y, una vez terminado, se dispuso a vestir el traje y enseñarlo, primero en la corte y luego al pueblo. Evidentemente, nadie veía el traje, pero claro, como se decía que el traje solo lo podían ver las personas inteligentes, nadie quería pasar por estúpido. ¡Todos afirmaban lo bonito que era el traje y lo elegante que lucía el emperador con él¡
Así de contento se veía el emperador hasta que un niño a viva voz dijo “¡el emperador va desnudo¡”. En ese momento, todo el mundo se dio cuenta del engaño y empezaron las burlas hacia el emperador que huyó despavorido.
Actualmente nos encontramos con muchos “trajes invisibles”. Hace poco veía una foto de un grupo de personas alrededor del carro de la limpieza en una muestra de arte moderno. Todo el mundo miraba el carro con cara de entendido, pero lo que estaban mirando era solo eso, el carro de la limpieza de la sala de exposiciones. Igual alguno llegó a pensar que eso no podía ser una obra de las expuestas, pero ¡quién se atreve a decirlo en voz alta¡ Sería reconocer públicamente su ignorancia sobre arte moderno.
Esto se puede aplicar a películas, obras de teatro, charlas y conferencias, y en general, a todas aquellas situaciones en las que nos fiamos más de la fuente, de lo que se expresa realmente. Nadie sale de una obra de teatro de una compañía de éxito diciendo que era pésima. El temor a que los demás piensen que somos unos ignorantes pesa más que el dar abiertamente nuestra opinión. Lo mismo que con una película de cine o con la charla del gurú de moda. Todo el mundo lo alaba aunque en su exposición no haya dicho nada nuevo.
Y si a todo esto le unimos la poca costumbre que tenemos de quejarnos y luchar por nuestros derechos e intereses, pues tenemos el caldo de cultivo perfecto para que los nuevos “sastres” hagan sus nuevos “vestidos”.
La triste realidad es que, cada vez con mayor frecuencia, grupos de personas con criterio suficiente decide compartir una ignorancia colectiva de un hecho más que obvio, aunque cada uno, de forma individual, se dé cuenta de lo absurda y grotesca que puede ser la situación.
Solo porque mucha gente crea que algo es verdad, no tiene que significar necesariamente que lo sea. Debemos confiar más en nuestros conocimientos y en nuestra capacidad de crítica. Dejemos que nuestra ingenuidad hable de vez en cuando por nosotros, y expresemos sin miedo nuestras opiniones.