29.08.2017. Redacción / Opinión.
Por: Rafael J. Lutzardo Hernández
Una ve más, el radicalismo islámico se ha convertido en el protagonista de una masacre humana en Barcelona. Personas inocentes que brindaban a la vida un verano cálido y tranquilo, se convirtió en tumbas y féretros del terrorismo islámico. El radicalismo islámico insiste en su oleada criminal contra inocentes. Un fanatismo lleno de odio y de venganza contra los países que se alimentan de democracias y libertades. No soportan que las sociedades vivan en paz, pero tampoco que sean libres de pensamientos. Lo que ellos llaman cultura no es más que el laberinto de fanatismos religiosos, odios y venganzas. Un artículo interesante de Antonio J. Fourrnier, describe las arterias del radicalismo islámico en Occidente, cuyo título es: la amenaza del radicalismo islámico.
Radicalismo islámico, islamismo, integrismo, fundamentalismo, extremistas coránicos, talibanes, hermanos musulmanes, suníes, shiiés, son todos términos de uso cada vez más frecuente en los medios de comunicación. Los bárbaros atentados de la secta de Bin Laden han sembrado el terror y la incertidumbre en las sociedades occidentales.
Allah es único y todo poderoso, el Islam es sumisión y el creyente cumple con su fe si obedece las prescripciones coránicas, la sharia es la ley islámica y gobierna la sociedad. Estado y religión se confunden. Nada hay de amenazador en las creencias del Islam. Pero no siempre es así. Surgen las interpretaciones del Corán, los desviacionismos y, como consecuencia, se extienden los radicalismos con su carga de violencia y de intransigencia. Hay que preguntarse ¿por qué se produce esta radicalización? y ¿por qué está dirigida contra el mundo occidental?
Los motivos no faltan. La nación árabe se considera traicionada por las potencias victoriosas después de la Primera Guerra Mundial, la generosidad de los vencedores, después de su apoyo en la lucha contra el Imperio Otomano, se limita a la independencia del desértico reino de Arabia Saudita acompañada con los mandatos de Irak, Siria, Líbano y Palestina que dividen, caprichosamente, entre Francia e Inglaterra, el espacio árabe. Son muchos a partir de entonces los años de dependencia colonial, las estructuras políticas importadas no son siempre bien asimiladas, es profunda la revolución que se produce en las costumbres y en la organización de la sociedad, también lo es la crisis en las relaciones familiares. Mayores consecuencias tendrá la pérdida de las tradiciones para una sociedad cuya concepción del mundo y de la vida es el Islam. El vacío y el desarraigo se apoderan de una juventud, de unos jóvenes cada día más numerosos que invaden calles y plazas, sin horizonte alguno, sin futuro, enfrentados con la pobreza, el subdesarrollo y la agresión constante de radios y televisiones que llegan hasta lo más hondo del desierto. Todo ello trae consigo, por una parte, el olvido del Corán como regla de conducta y, al mismo tiempo, la protesta para muchos que se alzan contra un proceso ininterrumpido de humillación y de frustración colectiva del árabe y del musulmán. En el dilema de modernizar el Islam o islamizar la modernidad, optan por esta segunda vía.
Modernizar el Islam o islamizar la modernidad. Este es, efectivamente, el gran dilema. Los moderados pretenden tender puentes entre la fe islámica y la sociedad moderna, entre tradición y tecnología y desarrollo. Argumentan que hay que modernizar el Islam conservando la pureza de la doctrina, y recuperar la dignidad y el orgullo perdidos. Pero los radicales, los extremistas de todas las tendencias, sólo quieren rupturas. Para ellos no hay civilización fuera del Islam, el camino es el jihad, la guerra santa contra el infiel. No hay más sociedad que la musulmana, la Umma o comunidad de los creyentes; el resto es jahiliya o sociedad no musulmana de cualquier ideología, que no merece ni el respeto ni la obediencia del creyente. Hay un rasgo común a estos extremismos: el odio al occidental, opresor y colonialista que, según ellos, ha manipulado, traicionado y despreciado a los pueblos árabes y musulmanes
Estas dos versiones del Islam están presentes en los pueblos seguidores de Allah. La confrontación entre moderados y radicales tiene lugar en los propios países musulmanes: en Irán, Egipto, el Líbano, Túnez, Argelia, Pakistán, Afganistán, Indonesia, las Islas Filipinas o Senegal. Son casi 50 millones los musulmanes vecinos del mar Caspio y otros tantos los que habitan en las zonas sur occidentales de la gran China donde cada día es mayor el número de las mezquitas. El escenario es cada día más amplio y abarca, prácticamente, a toda la población musulmana en el mundo que sobrepasa los mil millones de creyentes. Por otra parte, el Islam es la segunda religión de Francia o Bélgica. La población musulmana, inmigrante o residente en los países europeos, es susceptible también del contagio islamista. Si los extremismos triunfaran, el enfrentamiento sería visceral y estaría dirigido contra toda la sociedad jahiliya sin distinciones de ideología política. Este renacimiento del radicalismo coránico (que empezó con la revolución iraní de 1979) se podría convertir, entonces, en una amenaza para la civilización occidental dando la razón a las teorías expuestas por Huntington. El propio presidente Bush, en un discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas, se ha referido a «una amenaza planetaria», precisando que «toda la civilización, la civilización que compartimos, está bajo amenaza».
La conclusión de estas reflexiones es que, en efecto, el extremismo islamista, como manifestación de un fanatismo religioso, es una amenaza, no sólo para la civilización occidental sino también para las sociedades musulmanas moderadas. Y también un factor determinante de desestabilización del orden internacional. Que este mundo islámico, en transformación y rebeldía, pueda convertir la confrontación en entendimiento y convivencia pacífica, dependerá de la comprensión que tenga Occidente de sus carencias y de sus problemas y de que se tomen, en su momento, las decisiones políticas acertadas. Si así fuera, el nuevo orden mundial podría ser más justo que el actual. Ello supondría, entre otras cosas y sobre todo, una paz duradera entre un Estado Palestino y el Estado de Israel que pusiera fin a 50 años de guerra y, como consecuencia, un nuevo desarrollo estratégico en Oriente Medio; todo ello en el marco de una amplia coalición contra el terrorismo. En este planteamiento uno no puede dejar de preguntarse si una decisión acertada sería una nueva guerra contra Irak que radicalizaría aún más los ya encendidos ánimos del extremismo islámico.