29.06.2020 | Redacción | Opinión
Por: Óscar Izquierdo
Presidente de FEPECO
No cabe duda de que hay una sensación generalizada de miedo por casi todo, pero especialmente por dos motivos principales, en primer lugar, por la tensión emocional que crea la pandemia del COVID-19, además de sus consecuencias, miles de muertos o de afectados, que hace estar en una permanente vigilancia para evitar los contagios, a lo que hay que sumar el recelo, ante un repunte o una nueva infección generalizada en los próximos meses. Por otro lado, nos enfrentamos al temor evidente por la situación económica venidera a corto y medio plazo, sus consecuencias personales y la propia viabilidad de las empresas o el mantenimiento del empleo. Son dos situaciones complejas, reales, que influyen en el comportamiento, deseos y preocupaciones de mucha gente, que ve con sobresalto lo porvenir. Humanamente es entendible, porque el miedo crece allí donde no se contrala la coyuntura vivida. Cuando escapa a nuestras manos la solución o no tenemos posibilidades de poner los medios oportunos para lidiar con lo que se nos viene encima, entonces nos llenamos de desasosiego. El historiador romano Tito Livio decía que “el miedo siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son” y tenía razón.
No es fácil superar esta crisis, que no sólo es sanitaria, sencillamente porque es novedosa, repentina y sobre todo, llena de incertidumbre. Además, hay que sumar, para complicarlo todo, lo mal que se ha gestionado desde las esferas del poder, especialmente el gobierno central, con decisiones más que discutibles, decretos inentendibles, ordenes cambiantes, falta de previsión, información teledirigida o silencios cómplices, por no decir culpables. A los políticos del pensamiento único y de la superioridad moral, gobernar bajo un estado de alarma, es como darle un caramelo a un niño pequeño. No sólo se ponen contentos, sino que aprovechan la ocasión para intentar inocular su ideología en todo el sistema político, económico y social. Es querer cambiar las reglas, quitando las que estaban establecidas a base del consenso, para poner las suyas a base del decreto, con el único objetivo de perpetuarse en el poder. Es un cambio radical, una imposición sin posibilidad de reprobación, porque solamente es permitido lo políticamente correcto, que pasa forzosamente por aceptar las consignas de la elite gobernante, por cierto, para su mayor gloria, así como bienestar personal o familiar. Recordemos lo que dijo Nelson Mandela “derribar y destruir es muy fácil. Los héroes son aquellos que construyen y que trabajan por la paz”.
Eso es lo que necesitamos, tranquilidad y más sosiego, porque el frentismo al que estamos abocados propicia sobremanera la desconfianza, la sordera mutua y la falta de acuerdos. Se ha dicho por activa y pasiva, que de esta crisis salimos en conjunto, unidos, pero la materialidad de las actitudes de los distintos responsables públicos desmiente cualquier atisbo de pacto, sus envestidas dialécticas imposibilitan las alianzas, es más, enervan el ambiente haciéndolo tremendamente conflictivo. Estamos cansados y también hay que decirlo, hartos de esta forma de gobernar o de hacer oposición. Es un espectáculo deleznable, fuera de lugar y poco gratificante.
Mientras tanto, la iniciativa privada no para de aportar novedades, esfuerzos y ganas para caminar de frente, sabiendo que tiene la responsabilidad de liderar la reconstrucción, porque no podemos esperar que los que se pasan el día discutiendo, tengan tiempo después para gestionar diligentemente. El mundo empresarial, que soporta estoicamente los continuos mensajes denigratorios de los que viven holgadamente del erario, está tomando la iniciativa para recuperar lo perdido. Ahora es el tiempo del trabajo, de poner ganas, no sólo de sumar, sino de multiplicar las acciones que conlleven reactivación, porque el miedo se deja a los cobardes o a los que se dejan amedrentar. En cambio, el progreso lo firman los atrevidos.
Imagen de archivo: Óscar Izquierdo, presidente de FEPECO