El desorden del mundo actual

07.07.2018. Redacción | Opinión

Por: Rafael J. Lutzardo Hernández

La sociedad española esta alborotada, indignada e impotente ante tantos acontecimientos sociales, políticos y judiciales que han venido sucediéndose en este comienzo del siglo XXI. Sentencias condenatorias que han motivado las iras y el grito de la sociedad española; la corrupción en las clases políticas, las horas bajas de una monarquía que se resquebraja por momentos, el desafío del independentismo de Cataluña a los principios básicos institucionales de España, el éxodo de refugiados que buscan un mundo mejor en una parte de Europa que les rechaza, motiva el despertar de un cambio que se esta dando en la España del siglo XXI.

La generación del pasado, esas personas que aún tienen la oportunidad de vivir, son las que más muestran una preocupación por el futuro del país, pues no en vano ellos nacieron en otra época y en otras circunstancias totalmente distintas a las actuales. Todo este desorden convertido en un puzzle de desafíos políticos, de corrupciones y de inseguridad ciudadana, convierten a la sociedad española en un país de bulto sospechoso y peligroso.

Por si fuera poco, la Corona se ha visto salpicada por Nóos, donde se han visto involucrados Iñaki Urdangarín y su esposa, la Infanta, Cristina. Un juicio que ha sido extraño para millones de españoles. Incluso, para algunos jueces del poder judicial.

Por todo ello, el desorden del mundo actual está teniendo connotaciones muy negativas, donde las castas sociales cada vez son más diferenciadas en las sociedades consumistas capitalistas. Como describe muy bien el profesor de la Universidad Nacional e investigador de Justicia, Mauricio García Villegas; nunca antes la disociación entre un presente próspero y un futuro sombrío ha sido tan evidente en los países ricos. El calentamiento del planeta, los elevados precios del petróleo, el regreso de las guerras de religión, la amenaza terrorista y, en general, el ambiente de ingobernabilidad mundial son algunos de los problemas sin solución a la vista.

Los Estados están organizados de manera similar a como lo estaban los individuos en Europa antes de los Estados nacionales. Como hoy, la ley era la ley de los más fuertes. Desde luego, siempre ha habido voces disidentes. La de los defensores del gobierno justo ayer y la de los voceros del derecho internacional hoy. Pero en ambos casos es poco lo que han podido hacer contra la codicia de los poderosos. La gran diferencia estriba en que los fuertes de hoy, en su empeño por dominar a los débiles, no solo pueden hacerse daño, sino autodestruirse. La competencia económica actual, a diferencia de la competencia militar de antes, puede arruinar las condiciones que hacen posible la competencia misma.

En primer lugar, porque es muy difícil cambiar un sistema de relaciones sociales fundado en la competencia por otro fundado en la cooperación. No solo es difícil hacerlo por razones morales o de filantropía, sino incluso por razones de interés propio.

Que la solución racional a un problema sea cooperar no significa que los actores sociales en efecto cooperen. Eso sucede, por ejemplo, con el tránsito. Como todos los automovilistas compiten por llegar primero sin sujetarse a las normas que imponen restricciones a la circulación, todos terminan obstaculizándose y llegando más tarde. Algo parecido ocurre con la competencia por los recursos naturales entre los Estados.

En segundo lugar, el apego al Estado, unido al sentimiento nacionalista y patriótico tras lo cual se esconden las emociones más rastreras–, impide que los gobernantes y los pueblos opten por el mejor tipo de organización internacional. Lo paradójico es que los Estados fueron ideados entre los siglos XIV y XV como un sistema de reglas y de cooperación para acabar con la competencia bélica y salvaje entre las facciones religiosas y políticas.

Hoy como antes, los poderosos deberían ser capaces de sustituir el sistema de competencia por uno de cooperación. Sin embargo, mientras predomine el actual fundamentalismo conservador y la ideología económica que identifica la competencia desigual– con la libertad, es poco probable que ello suceda, al menos sin la intermediación de una catástrofe ecológica o bélica de orden planetario.

 

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