09.03.2017. Redacción
Por: Víctor Yanes.
Precisamente fue el capellán del hospital donde los enfermos terminales van a morir, el que procuró, con unas breves palabras en forma de rezo cantado, un ambiente de recogimiento y respeto, dentro de aquella habitación de la unidad de cuidados paliativos.
La realidad era una sola y fue poderosamente reveladora la soledad monstruosa de esa realidad insuperable, que pinta un cuadro espantoso, en el que el principal actor de la escena está a punto de fallecer y en él, no queda ya prácticamente nada de lo que fue, porque ha desaparecido cualquier remota esperanza y su cuerpo sobre la cama va descontando las horas para la llegada del doloroso desenlace de la muerte. Esa realidad terriblemente definitiva está ahí, pero nadie la respeta, ni la acepta.
¿Qué hacemos cuando la vida se convierte en un enorme solar sin futuro o cuando el futuro más inmediato es la desaparición de la vida? No sabemos qué hacer y, en ocasiones, ni nos permitimos sentir lo que está pasando. Ante el terrible y primitivo aullido de la muerte nos transformamos en patéticos inválidos emocionales.
Pero volvamos a la traumática habitación de la unidad de cuidados paliativos, volvamos a celda donde el reo, sentenciado por el cáncer, se va apagando. Vienen y van familiares, amigos, compañeros, parientes, todos me animan… ¿Me animan? Sí, me animan con tontas conversaciones que no quiero mantener pero mantengo, con invitaciones a café que no quiero tomar, pero tomo. Yo no quiero que me animen, ni quiero tomar café, no quiero hablar, no es necesario hablar ante el profundo dolor, buscar conversaciones igual que inválidos emocionales que angustiados, anhelan la cháchara porque el silencio ante la visión del enfermo terminal moribundo les debe provocar un insuperable pánico a la incomprensión de lo que están viendo. Hay un bullicio en el entorno, mientras mi padre se muere. La proliferación de ruido es el más eficaz recurso para evadir y entretenerse con otras cosas, ya que la muerte es muy dura y es mejor dejarla tranquila, mirar para otro lado. Pero ese cura, capellán modesto y tal vez pobre y sin poder alguno dentro de la gran estructura eclesiástica, el que dio a mi padre las últimas palabras antes de la muerte, representó lo contrario a la romería humana invasora, compuesta por inútiles y absurdas visitas de cuñados y antiguos amigos infrecuentes ya en nuestra vida familiar… ¿A qué fueron, a saciar el morbo de ver morir a una persona, a quedar bien? ¿Quién ayuda al familiar a gestionar el espacio de la intimidad en un momento tan duro? ¿No somos capaces de darnos cuenta de que, a veces, el familiar directo de la persona que está próxima a morir no se encuentra en disposición psicológica de poner unos límites mínimos y claros? ¿Por qué se presta tan poco apoyo emocional a los familiares dentro de la unidad de cuidados paliativos? Luego queda el aletazo desagradable de la culpa.
¿Quién ayuda, quien asiste y apoya al hijo que acompaña a su padre en el lecho de muerte, quién acompaña al que acompaña?
El capellán hablaba, oraba con voz sosegada pero audible y significativa. Mi padre no se enteró de nada, absolutamente sedado en sus últimas horas, dormía en el coma y moría lentamente. Él ya no era él, por lo menos como yo lo había conocido, pero mis hermanos, mi madre y yo si éramos nosotros mismos y estábamos vivos aunque derrotados; estábamos vivos y las palabras del capellán, paradójicamente para un agnóstico como yo, fueron el enorme bálsamo de la compañía. Habló del paraíso de la vida y de la incomprensión de los vivos que sufren ante la despedida y el desenlace de la muerte y la ausencia del ser querido.
Reconocer la labor puntual del capellán, un simple capellán que simboliza a una institución como La Iglesia en la que, salvando los casos puntuales, no creo, me señala o clarifica la realidad desalentadora de la frialdad ante la muerte de parte de los servicios sanitarios, quizá terroríficamente inmunizados con el fallecimiento diario de personas.
Los cuidados paliativos: paliar el dolor, evitar que un ser humano experimente extremos inimaginables de sufrimiento físico, psicológico y espiritual, no debe limitarse a la administración de determinados fármacos por vía intravenosa ¿Qué pasa con el dolor emocional de los que asisten a tan desgarrador episodio existencial?. Nuestra sociedad sigue considerando la muerte y todos los complejos sentimientos y emociones que a ella se asocian o que de ella se derivan, como parte de una intimidad que forma parte del individualismo de nuestro quehacer diario. Un enfermo que está en una unidad de cuidados paliativos no es un enfermo más, en muchos casos, no regresa a casa, muere.