Efectos fugaces y amores impermanentes.

16.02.2017. Redacción

Por: Víctor Yanes

Hace unos años quedó inaugurada la nueva era digital. Casi sin darnos cuenta nos hemos puesto a danzar, atraídos por el magnetismo de la herramienta tecnológica, al son de una extraña transformación del lenguaje comunicativo. Transformación auspiciada, en gran medida, por nuestra presencia y participación en las redes sociales, aceptando plenamente sus normas bien definidas y sus limitaciones como espacio público. No quiero entrar en la obsoleta declamación moral, que no arroja luz alguna al debate, más bien lo limita, efectuando prescindibles juicios censores de una gravedad extemporánea. Creo en la libertad individual como parte de un contexto que da sentido a los actores sociales, es decir, a nosotros, a las personas que cohabitan en el lugar común, comportándonos, salvo excepciones difíciles de encontrar, como hijos de nuestro tiempo, más o menos obedientes, más o menos rebeldes y contestatarios.

Cuando hablo de transformación del lenguaje comunicativo, no me estoy refiriendo a los aspectos formales del mismo, al mayor o menor acierto en la expresión escrita de las palabras u oraciones dichas. Estoy señalando, cómo la aparición de determinadas formas de expresar un estado de presunta alegría y bienestar o de la permanencia eventual en un estado de ánimo concreto, se convierten, en el circo de las redes sociales, en eventos notoriamente públicos.

En sí mismo, este hecho no adquiere relevancia, más allá de la natural necesidad de expresar una emoción, sentimiento o pensamiento, lo cual, llevado al extremo, deriva en situaciones verdaderamente asombrosas.

Hablemos de la cosificación del amor, por tomar como referencia una situación fácilmente reconocible, entendiendo en este caso, que el amor es una manifestación superficial y retransmitida, en la que una catarata de fotografías ilustra los muros del Facebook de sus protagonistas. Los protagonistas del amor que siempre deja una instantánea en tiempo real de lo sucedido. Las parejas de enamorados o amigos, haciéndose selfies en cualquier rincón del Coliseo Romano, en la gigantesca Plaza de San Pedro, sólo por poner un ejemplo. Dominados por un ansia desesperada de inmortalizar ¿la vida?

El anecdotario de lo sucedido, la necesidad inducida de tener que recurrir a la imagen congelada dentro de un dispositivo móvil, en vez de evocar por la vía de la memoria la experiencia vivida. Naturalmente, no estoy defendiendo la simple dualidad de que una cosa excluye, por obligación, a la otra. Si se prefiere: desesperada muchedumbre buscando la sonrisa de pose en una imagen, frente a su contrario, que viene a ser la simple y “pura” experimentación vital de estar en un sitio, en un lugar, ejerciendo la utilidad máxima de la vivencia aquí y ahora, sin pasado y sin futuro, sin la obsesión por un mañana lleno de fotografías y archivos visuales.

Ambas opciones podrían, perfectamente combinarse, pero la realidad nos habla de que la avanzada tecnología logra el milagro publicitario de lo inmediato. Zanjar el conflicto por la vía rápida. Plasmar materialmente la existencia humana en un “objeto tangible”, fotografía o vídeo, para rápidamente “subirla” al enorme y tumultuoso escaparate del Facebook. Sólo falta que pongamos, a cada momento de nuestra vida, un espectacular cartel luminoso de tubos de neón visto por todos. La cultura de la comunicación a toda costa, de la comunicación sin mayor arraigo que la producción de sensaciones fugaces. La comunicación sin comunicación. El gran rótulo serigrafiado como intrascendente huella de la existencia.

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