Del seiscientos al automático

07.04.2024 | Redacción | Opinión

Por: Alejandro de Bernardo

adebernar@yahoo.es

Cómo hemos cambiado. Y el caso es que miras para atrás y todo te parece un instante. Es como si lo estuvieras viendo o hubiera pasado ayer por la tarde. Debe ser eso que llaman memoria histórica. Esa que cuando te vas haciendo mayor ella se vuelve lozana y brincona. No se deja –de lo de muy atrás- nada. Porque de lo que pasó ayer ni ella ni tú… nada de nada.

Pues eso, que mi primer coche fue un seiscientos. Verde. Verde fino, eso sí. Verde pastel. Era magia pura. Cuántas veces salían de él seis, siete, ocho y hasta nueve individuos…Tenía cuatro velocidades. Y la marcha atrás. Algunos no sabían –ni saben- que era otra velocidad. Pero lo era. Además de la madre de media humanidad. Mira que dio problemas el embrague. Cuando llegaron los coches con una marcha más, la quinta, fue “elnovamás”. La sexta no fue tan protagonista –pensar que el “4 Latas” del amigo Josines sólo tenía tres… - pues eso… otra dimensión.

Hoy, comprar un coche nuevo que no sea automático y/o eléctrico empieza a ser una frikada. Verán que en nada, ya nadie va a saber lo que es la quinta marcha ni la caja de cambios. Aquel Seat 600, me hizo creer en el poder de la fe. Cuando me lo compró mi padre, estaba en el taller arrimado a la pared y lleno de polvo, pero eso sí, con la soberbia del seiscientos de entonces. No en vano era el mismo que tenían el cura, el maestro y los ricos del pueblo. ¡Casi nada!

Bueno, pues eran tantas las ganas que tenía de coche -acababa de bajarme del tren con mi carné de conducir recién estrenado- que mi padre sucumbió a mi cara de “cómpralo por favor”. Él, que era un buenazo y aunque no tenía permiso de conducir, lo decidió enseguida y sobre la marcha me lo llevé, sin quitarle ni el polvo ni recibir instrucción alguna.  Y así comprobé a los tres meses que la fe mueve montañas, hace milagros y hasta vacía mares de cualquier color.

El seiscientos lleva el depósito del combustible debajo de la tapa del maletero que está en la parte delantera. Y para ponerle gasolina hay que levantar obligatoriamente esa tapa. Pues bien, justo detrás –o delante ya no recuerdo bien- del freno de mano, lleva un botoncito del que yo tiraba cada vez que iba a echar gasolina. Luego me bajaba, metía los dedos bajo la tapa del maletero y se abría. Así estuve noventa días abriendo el maletero hasta que un día Goyo, que era directivo del equipo de fútbol en el que jugaba, pero que además trabajaba en la gasolinera, observó la maniobra y me dijo: oye Alex, ¿de dónde tiras tú para abril el maletero? Le indiqué el botón mientras pensaba… pues ¿de dónde voy a tirar? Se partía de risa, el tío. -“Eso es el aire muchacho. El tirador del maletero está bajo el cuadro en la parte izquierda del coche”. Después de la vergüenza y la risa no fui capaz nunca más de abrir el maletero del seiscientos “tirando del aire”. Desde entonces creo que querer es poder y que la fe es todopoderosa.

Y por qué hoy les he querido hablar de coches… pues porque gran parte de nuestra vida y de nuestra historia es la de los coches en los que hemos viajado. Y en ese catálogo hay más tema que en varias sesiones de psicoanálisis. Poca felicidad es comparable a los primeros viajes con amigos, sin tutela paterna. En bólidos que eran perfectos aunque en realidad no pasaban de cacharros. Viejos trastos que pinchaban o se paraban sin explicación ni chivato que adelantase la desdicha y que además guardaban un secreto firme sobre todos tus excesos: no había control de alcohol ni radares ni cargador para el móvil ni móvil ni Spotify, pero sí una guantera llena de cintas de cassette y un bolígrafo Bic para rebobinarlas cuando el aparato se cansaba y las enrollaba. Un lujo. Anda que no hay para contar…

Feliz domingo.

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