16.11.2020 | Redacción | Opinión
Por: Alejandro de Bernardo
adebernar@yahoo.es
Modas que nunca pasan. Hay que cambiar la escuela. Y los políticos entienden que llegar al poder es poner su ley de educación. Así, ninguna ha durado más de 7 años. Las críticas al sistema educativo tienen un éxito increíble entre los críticos de la escuela pública, docentes incluidos. Y ahora, para colmo, la campaña de recogida de firmas del PP en contra de la llamada “Ley Celaá”. Recogida de firmas argumentada en medias verdades y con los aguijones del miedo para cuantos trabajan o tienen a sus hijos en centros concertados. Y eso en medio del debate de los presupuestos. El caso es liarla. La Lomloe va mucho más allá de la polémica. Tenemos un Congreso para hacérselo mirar. ¿Será posible que no coincidan en nada? Dejen que lo trabajen los técnicos, los profesionales de la educación, que los hay de todas las ideologías, y verán que sale.
Con Ángel Gabilondo de ministro, se estuvo “a un tris” de la firma del ansiado pacto por la educación, que evitaba cambios legislativos dependiendo del gobierno de turno, consensuado por todos, pero el PP, a última hora, cayó en la cuenta de que el PSOE iba a perder el gobierno, como finalmente ocurrió, y “donde dije digo, digo Diego”. Ese pacto era, es y será imprescindible. ¿Alguien cree que se puede evaluar la bondad o no de una ley de educación antes de los quince o veinte años? Pues ya me dirán. No hemos podido saber si alguna ha sido buena o mala. No les dimos tiempo ni a asentarse. Pero basta de echar balones fuera. Cuál es la relación con nuestros hijos y el profesorado. Hablar es fácil y barato.
Les decimos que hay que eliminar la competitividad de la escuela, pero nuestra vida está llena de competencia, de envidia, de prejuicios, de enchufismos, de amiguismos, de pisotear al más débil, de machacar al que se esfuerza y tiene éxito, de reírnos del diferente. Somos nosotros los que juzgamos por el poder económico, por el aspecto físico. Los niños no diferencian entre un blanco y un negro, entre un rico y un pobre, entre un interesado y un amigo. Los niños juegan y se divierten, y saben ganar y perder sin quemar contenedores a la salida de un partido de fútbol.
Les decimos que cuiden el planeta, pero somos nosotros los que estamos exterminando a los animales que ya solo podrán conocer por fotos, los que abandonamos a nuestras mascotas como si fuesen un trapo en mitad de la carretera. Somos nosotros los que talamos el Amazonas, los que contaminamos nuestro aire, y llenamos de plástico nuestros mares.
Les decimos que no tomen drogas, pero somos nosotros, los adultos, los que las vendemos cerca de los institutos, los que ponemos una casa de apuestas a diez metros de un centro educativo, los que fomentamos el alcohol como un medio de ocio.
Les decimos que se alimenten de manera saludable, pero nosotros los llevamos a comer a lugares de comida basura, los que hacemos una explotación brutal e insana de animales, vegetales, frutas y verduras; los que fomentamos que se queden en casa jugando toda la tarde a videojuegos.
Ese es el ejemplo que les damos día a día: al cruzar un semáforo en rojo, al aparcar en zonas reservadas a personas con movilidad reducida, al colarnos en la fila del supermercado, al no decir “buenos días”, al no pedir perdón, al pegar al árbitro en un partido de niños, al valorar a los futbolistas por encima de los sanitarios que nos han salvado de la enfermedad y de los maestros que nos han salvado de la ignorancia.
Con qué cara podemos decir que los educamos para un mundo maravilloso sin violencia, sin intereses económicos, sin contaminación, sin competitividad, sin abusos … un mundo que no existe porque nosotros lo hemos querido así.
La esperanza del mundo está en los niños pero, sobre todo, está en nosotros. Sí, en usted que mira para el otro lado, también. Sí, en usted. Y en mí.