24.02.2017. Redacción.
Por: Victor Yanes.
Antes existía Dios. Hace décadas, antes de la transformación social que ha significado una grandísima ruptura con lo antiguamente establecido. Digamos que antes de la década de los 60, antes de la contracultura e incluso cuando la contracultura realizaba, con una dignidad conmovedora, su nueva propuesta de mundo y los pilares básicos del viejo orden, Dios y la familia, contratacaban con una dura presión, intentando acabar con la gran revolución de los apetitos de la libertad más elemental. Digamos que antes de todo eso, Dios era el referente cultural y esotérico. Dios era omnipresente. Organizaba la iglesia, gran valedora del redentor sobre la tierra, las conciencias de las personas.
Antes nacías, con suerte sobrevivías los primeros años y continuabas el camino. Luego trabajabas, te casabas, tenías descendencia y morías. Los grandes dogmas que durante siglos, de una forma general dominaron el comportamiento humano, se vinieron, hace tiempo ya, abajo.
¿Qué ha quedado? una gran mayoría que dice creer en Dios y en las vírgenes y en los santos pero creyendo desde el más puro y asombroso esoterismo.
La creación del mundo y de la vida sobre la tierra, no atiende a manos mágicas de magos hacedores del milagro, aunque naturalmente, cualquier tipo fe es respetable, más que otra nada porque es capaz de “mover montañas”, enternecer corazones tanto como alimentar y promover el veneno del odio.
Vivimos la época del miedo con mayúsculas. Como en otros momentos de la historia de la humanidad, el miedo sigue revelando la parte más oscura del ser humano. Hoy hemos cambiado, en gran medida, la fe en Dios por creencias de todo tipo que poseen un más que dudoso fundamento, y que no nos sirven para entender la realidad global de una manera fiable, incurriendo en un error de base: frivolizar el conocimiento profundo y completo de la complejidad humana, tanto desde su vertiente psíquica como de su vertiente física (véase funcionamiento orgánico del cuerpo humano).
La falsa espiritualidad podemos incluirla dentro de ese batiburrillo, en el cual nos encontramos con el reiki, la kinesiología, las flores de bach, la numerología, la lectura de cartas, las piedras preciosas… un compendio de “disciplinas” que, por supuesto, están ahí para crear una clientela, libre de ponerse en manos de quien crea oportuno. Pero elevar todo esto al nivel de una posible sanación de determinas patologías y a un concepto de espiritualidad no religiosa (la espiritualidad es otra cosa muy distinta), me parece un completo error. La espiritualidad hoy en día, de hecho, no existe, existe una ridiculización total de cualquier valor espiritual (no me refiero necesariamente a las religiones).
La racionalidad científica no debe hacernos perder el sentido de nuestra vida, entendiendo que existen situaciones humanas que se nos escapan de la comprensión lógica, y eso también puede ser un positivo aprendizaje, no debiendo temer a lo que no entendemos, porque existen otras potencias, que existen porque pertenecen a un maravilloso y esplendido sentido del impulso del corazón. Dicho lo cual, no es agradable ser testigo de un comportamiento, cada vez más extendido e injustificado de rechazo a lo científico, a lo objetivamente observable y contrastado.
Vivimos en una crisis de valores, y en esa crisis proliferan los gurús, los falsos expertos en medicina, los brujos y a ellos les siguen miles de personas que rechazan el conocimiento, porque solamente tienen fe, solamente quieren creer, solamente quieren tener fe. Lo que ocurre es que este ánimo de querer creer en otra realidad, respetable, pero bajo mi opinión, absolutamente fantasiosa, les empujará a la nada, a un vacío complicado de gestionar.
Me entristece, que se esté creando una polaridad muy peligrosa entre la postura que defiende el método científico, entre otras cosas porque es lo único que a día de hoy tenemos, y el rechazo visceral a todo lo que se relacione con la investigación científica, basándose en que siempre tiene que haber un motivo oculto, oscuro, imposible de descifrar detrás de cualquier realidad que nos inquieta. La protesta sistemática contra cualquier avance médico, por ejemplo las vacunas o ciertos tratamientos es una postura tan absurda como acrítica. Todos aquellos que por sistema van en contra del método científico, alentados por un cuestionamiento escaso en fundamentos y haciendo un siniestro pastiche, en el que mezclan médicos con farmacéuticas y otras conspiraciones varias, es simplemente un intento de encontrar una razón revelada como nueva, que oriente sus vidas ante el miedo a la enfermedad y a la muerte.
Creo que a ambas posturas antagónicas les sobra un exceso de soberbia y que en tanto las personas, para la curación de sus patologías, creen en las dietas milagro o peor aún, en la capacidad potencial de determinados alimentos para erradicar, por ejemplo, algunos tipos de cáncer, estaremos sosteniendo el beneficio económico de unos pocos iluminados.
El debate no debe centrarse, por lo tanto, en el derecho de cada uno a ejercer su libertad individual como mejor crea, sino más bien a preguntarnos qué ha fracasado en la mal llamada medicina tradicional, a qué se debe la antipatía y el rechazo de miles de personas, que abandonan la posibilidad de beneficiarse de los adelantos en tratamientos para determinadas enfermedades como el cáncer, no desechando otras ayudas terapéuticas complementarias, que considero también de interés para la mejora del estado de salud del paciente.