09.07.2018. Redacción | Opinión
Por: Paco Pérez
pacopego@hotmail.com
Fue en el curso académico 1979-80. Estudiábamos quinto año de Geografía en la Universidad de La Laguna y uno de los catedráticos de la Facultad, el prestigioso geógrafo y escalador Eduardo Martínez de Pisón Stampa organizó una excursión con sus alumnos de Geomorfología Compleja(entre los que me encontraba) para ascender al pico del Teide.
Partimos una mañana temprano desde el campus central de la ULL en una guagua alquilada, que nos dejó en el Portillo de la Villa, desde donde pateamos toda aquella zona, atravesando Montaña Rajada, hasta llegar a Montaña Blanca, desde la que ascendimos por la ruta más fácil y accesible al refugio de Altavista, a 3.400 metros, donde llegamos a media tarde y pernoctamos.
A la madrugada siguiente tocaron diana y nos levantamos para, como es tradicional cuando se sube al pico más alto de España, ver amanecer desde aquel impresionante balcón natural, desde el que se contempla un espectáculo natural de incomparable belleza, sobre todo si el cielo está despejado.
Tras desayunar en el ya citado refugio, reemprendimos la ascensión a pie hasta la estación final del teleférico, con temperatura ambiental bajo cero y, tras ascender hasta la misma cima del cráter del gigante, el profesor Martínez de Pisón decidió, de acuerdo con la mayoría de la clase, iniciar el descenso a pie hacia el cráter de Pico Viejo y, desde allí, a través del malpaís de lava hasta Boca de Tauce.
Aquel plan de continuar por esa "ruta" (por llamarla de alguna manera) a mí no me terminó de convencer y a pesar de mi juventud (tenía entonces solo 20 años) decidí bajar hasta Las Cañadas en el funicular, junto a otra cuatro alumnas (Carmen Dolores, Ana, Amalia y Silvia), que estaban extenuadas y no se encontraban con fuerzas de seguir pateando sobre la lava.
A mediodía, los cinco que nos rajamos ya estábamos cómodamente sentados en los salones del Parador Nacional de Turismo, sin saber absolutamente nada del grupo de "aventureros" que optaron por acompañar al profesor Martínez de Pisón, un experimentado alpinista que había estado en el Himalaya y en los Andes en múltiples ocasiones.
En aquellos años no existían los teléfonos móviles y cuando, sobre las seis de la tarde, apareció en el Parador el conductor de la guagua que nos tenía que recoger a toda la expedición, seguíamos sin saber nada del resto del grupo.
Ya de noche, aparecieron los primeros supervivientes de aquella osadía, con la ropas todas rajadas y múltiples magulladuras y arañazos, como consecuencia de haber atravesado, con grandes dificultades, aquel malpaís volcánico, afortunadamente sin consecuencias más graves.
El mayor peligro, en cualquier caso, lo corrimos todos cuando aquel chófer enfiló la carretera dorsal hacia Izaña y La Esperanza, porque corrió tanto que puso en riesgo la vida de todos, tal fue su conducción temeraria, porque tenía que recoger apresuradamente a un grupo de turista en el Puerto de la Cruz, una vez no dejó en el campus de la ULL. Creo que San Cristóbal nos acompañó aquella noche por esa carretera... porque fue un verdadero milagro que no tuviéramos el más mínimo percance.