Aquel molinillo de café.

12.09.2017. Redacción / Opinión.

Por: Pcaco Pérez

pacopego@hotmail.com

Debe ser verdad que cuando uno se hace más viejo empieza a recordar más cosas de su propia infancia. Esta tarde, mientras estaba en mi habitación de trabajo, en mi despacho, me acordé de un rudimentario molinillo manual que estaba en la cocina de nuestro domicilio familiar y que mi madre, sutilmente, me lo daba cuando apenas tenía seis o siete años de café, para moler pacientemente los granos (que había que tostarlos previamente), para que me entretuviera un rato y no le diese la tabarra, porque yo fui un niño muy "desinquieto", como decimos los isleños, y no paraba en ningún momento.

Recuerdo aquellas escenas hogareñas laguneras como si las estuviera presenciando ahora mismo. Mi madre era una mujer muy inteligente y siempre me gustaba alguna ocupación cuando me ausentaba de las clases, por tener algún catarro o algún contratiempo de salud, porque fui un niño muy mimoso, enclenque y delicado, hasta que un pediatra le recomendó a quien me dio la vida, que me echara a la calle y me ensuciara de tierra, revolcándome mientras jugaba con la pandilla de amiguitos, porque creo que doña Maruja me protegía en exceso, como buena madre que siempre fue.

En otras ocasiones, mi progenitora no tenía otra ocurrencia que hacer un bizcochón, para lo cual recurría a mi "indispensable" ayuda. Para que estuviera entretenido, vertía la harina en un caldero y me dejaba partir no sé cuantos huevos, para que después estuviera durante horas mezclando con mis manitas aquella masa, hasta que quedaba perfectamente compactada y lista para meterla en el horno.

Otras veces, como fui el niño mimado de aquella casa --o eso dicen mis allegados--, una de mis dos hermanas me acompañaban a la Plaza de la Concepción y nos subíamos en las Cirilas, que así llamaban los laguneros a las guaguas urbanas de la histórica ciudad y montados en ellas pasábamos horas paseando desde la Villa de Arriba hasta el Barrio Nuevo. Creo que el billete valía una peseta en los años sesenta y hacíamos tantos viajes, que a veces el cobrador hacía la vista gorda y no pagábamos.

Son, sin duda, algunas anécdotas muy entrañables y divertidas para mí, que ahora recuerdo con cariñosa añoranza. Años más tarde comprendí que todos aquellos "esfuerzos familiares" lo hacía para que tuviese una infancia feliz, como así fue. ¡Hasta mañana¡

 

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Paco Pérez

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