02.04.2018. Redacción | Opinión
Por: Paco Pérez
pacopego@hotmail.com
Un médico amigo, ya fallecido, siempre decía que para morirse solo hace falta una cosa: estar vivo. Él, que había visto fallecer a muchos de sus pacientes, decía que la ciencia podía curar o aliviar determinadas dolencias, pero que la muerte es implacable y a todos y cada uno nos llega más tarde o más temprano la hora de irse de este mundo hacia otra dimensión que desconocemos, pero que supongo que debe existir.
Me ha venido a la memoria el recuerdo de este doctor, porque en los últimos días han ocurrido en nuestro país, y también en estas Islas atlánticas, accidentes mortales lamentables, completamente inesperados, que confirman la teoría del amigo en cuanto que la muerte se presenta en ocasiones de forma completamente inesperada y parece que no se puede evitar el destino de cada uno, porque no sabemos cuando venimos a nacer ni cuanto tiempo vamos a estar por aquí.
Como ustedes sabrán, hace pocos días fallecía un niño de cuatro años de edad en el madrileño Parque del Retiro, al ser aplastado por un árbol de grandes dimensiones, precisamente cuando los operarios municipales procedían a cerrar las puertas del recinto, a causa del viento reinante en la zona.
Por otro lado una joven de 23 años moría en la famosa playa de las Catedrales, en la costa cantábrica, al norte de Lugo, al caerle accidentalmente una piedra en la cabeza. Lamentable destino el de esta muchacha, que estaría disfrutando del bello paisaje del lugar.
También ha sido conocido el atropello de un menor irlandés en la calle Dublín del municipio tinerfeño de Adeje, noticia que ha trascendido socialmente, porque el presunto culpable del accidente, el conductor del vehículo, se dio a la fuga y dejó al niño moribundo en la calzada. Ya detenido por el CNP, espero que el juez lo haya enviado a prisión como medida cautelar.
Y por si fuera poco, otro ejemplo de muerte súbita e inesperada: la de un jinete que falleció este pasado domingo en el barrio lagunero de Finca España, cuando iba montado en su caballo y el animal, que también murió, se desmayó de manera fulminante.
Estamos vivos y en cuestión de segundos podemos dejar de estarlo. Lo mejor de todo es que no sabemos nuestro futuro y, como si se tratase de una justicia divina, más tarde o más temprano, todos dejamos de existir. Por eso nunca comprenderé la envidia, la avaricia y el egoísmo que demuestran tener tantas personas. Amén.