A peor la mejoría

15.02.2021 | Redacción | Opinión

Por: Alejandro de Bernardo

adebernar@yahoo.es

Fui uno de los que pensaron que de la pandemia esta íbamos a salir humanamente más fortalecidos, más responsables y más solidarios… Fallé. Aquello fue un espejismo utópico motivado por un shock para el que no estábamos preparados. Que lo del balconeo fue un postureo. La experiencia del coronavirus, al principio lo que hizo fue corregir – quizá falsear – el foco de la solidaridad, aumentando en los televisores unas imágenes de balcones aplaudidores a los que podíamos sumar la participación de nuestros selfies. En realidad, nos aplaudíamos a nosotros mismos, a nuestra propia actuación.

No, no somos mejores… Tal vez mejores publicistas de nosotros mismos. Más oportunistas, pero nada más. Hemos desarrollado el “marketing solidario”, igual que anteriormente desarrollamos el “marketing verde”. Antes se vendía lo verde como hoy se vende lo solidario, los últimos y exitosos inventos de la perversión de este sistema que encumbra al mercado a la categoría de dios: si compras bragas de nuestra marca, ayudarás a la investigación contra el cáncer de útero; si gastas la leche tal, colaboras contra el hambre en el mundo; si usas el champú cual, por cada bote plantas un árbol; compra lo mío… que soy más verde, más solidario, más lo que haga falta, que nadie.

Tan solo he visto un reflejo fugaz y luminoso. Un destello breve y solitario, en el hijo de aquella barrendera de Logroño. En aquel joven, ¿alguien se acuerda de él por casualidad?, que salió una mañana temprano a sus calles, en compañía de unos pocos amigos, con fregonas, cubos y escobas de sus casas, para limpiar las pintadas, la basura y la mierda que un botellón –de esos de jóvenes concienciados, verdes y solidarios ellos– habían dejado manifestándose en “su” libertad, claro. Su madre era limpiadora municipal, y a él le dolían en el alma los dolores de espalda que ella padecía para poder mantenerlo a él dignamente.

Un minimovimiento que se vio sofocado en su primera intención, incluso sin rehusar las burlas y amenazas, por el resto de una sociedad que clama a favor de esa extraña libertad suya de hacer cualquier cosa que le venga en gana a su personal egoísmo. Hasta se vio silenciado por los propios medios. Y por una opinión pública que estaba esperando llenar terrazas, atiborrar esas mismas calles una vez llenas de luces, y de tiendas llenas de cosas, y de cosas llenas de vacíos, donde revolcar su consumismo con el que fabricar nuevas basuras.

No importa contagiar ni contagiarse, si no aborregarse con cualquier excusa: un éxito deportivo, un cumpleaños –cómo si no fuera a haber más-, una quedada, o un tocar las narices a la policía o a quien sea.

Y qué me dicen de las carreras por vacunarse. Políticos, altos cargos, sindicalistas liberados, obispos –sí, he dicho obispos, el de Tenerife también se saltó la cola- cúpula militar, informáticos… Se saltaron el protocolo sin escrúpulo alguno. ¿Saben cuántos han dimitido de los ya más de setecientos que se conocen? Pues nueve y uno que fue cesado.

Así que no. Hasta uno que es optimista natural está convencido de que no vamos a salir mejores, ni más solidarios, ni más de nada en general. Vamos a seguir siendo igual de hipócritas que éramos antes de todo esto, quizá que hasta más aún, si ello es posible, acomodados a la piel de camaleón que mimetiza su color según toca, pero nada más. Es lo que veo. Y es lo que veo todos los días de mis días. En todas partes. Serán las lentillas. Son nuevas. Seguro que es eso. Lo dicho: optimismo natural. A Dios gracias.

Imagen: Alejandro de Bernardo

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