05.09.2021 | Redacción | Relato
Por: Isa Hernández
No podía soportar cada mañana al levantarse de la cama y pensar que un día más le esperaba la desesperación sabiendo que estaba cerca de ella y que no lograba llegar hasta sus brazos. Se dormía cada noche con la ilusión de verla en sus ensueños y, en esas horas oníricas la abrazaba con pasión, recorría todas sus curvas y le entregaba todo ese amor infinito que llevaba guardado desde siempre en el alma, aún a sabiendas de que era inasible y que tampoco brillaba la esperanza a su alrededor. En sus sueños la percibía tal como era en la realidad. En su luminosa oscuridad la veía con su sonrisa de perlas insinuando que algún día sería suya, pero presentía que eso era una quimera y continuaba pensándola con su melena al viento, lisa, azabache; sus ojos de lava sonrientes de mirada huidiza, y su boca carmesí con esos labios carnosos que lo trastornaban, mientras acariciaba sus mejillas arreboladas, temblando debido a tu timidez. Se veía corriendo como un loco por las rocas de la orilla, hacia ella, enredado en los sentimientos acumulados por el tiempo, y cuando ya creía que la había alcanzado y que la tenía atrapada para fundirla en un abrazo contra su cuerpo, cuando sus labios trémulos ya rozaban los tuyos y casi tocaba el néctar de los lirios blancos como tu risa, entonces, se levantaba entristecido y se hundía en el pensamiento de su dolor solitario, que acontecía cada día de su existencia. Desde la lejanía se consolaba con pensarla, porque siempre viviría dentro de su ser, aunque no la pudiera tocar ni besar ni acariciar.
Imagen de archivo: Isa Hernández