Juan Manuel Pardellas entrevista a Alejandro Krawietz, comisario de 100 años: Lanzarote y César, con motivo de la celebración del centenario del nacimiento de César Manrique
Lanzarote, 27 de marzo de 2019
Dice en su Línkedin que es filólogo de formación, profesor de literatura española en la Universidad de la Bretaña Occidental (Francia), editor y director de revistas culturales y de colecciones de arte, poesía, historia, ensayo. También es director de la biblioteca de Guía de Isora (Tenerife), coordinador de la Casa-Museo Emeterio Gutiérrez Albelo, programador del Auditorio de Guía de Isora y gerente de MiradasDoc desde 2006, en 2008 asume la dirección de ese festival que ha alcanzado en 2012 su VII Edición. Pero lo que la red de las personas influyentes omite es que Alejandro Krawietz es un Leonardo de las letras y las artes, un hombre que fija la lupa allí donde la prisa nos ha empujado a creer que lo sustancial ha dejado de ser importante. De su mano y del artista plástico Juan Gopar, ha dedicado más de un año a una excepcional exposición, que se inaugura este viernes en El Almacén (Arrecife, Lanzarote), con motivo del centenario del nacimiento de César Manrique. Ambos han hecho el admirable ejercicio de preguntarse qué ha sido de Lanzarote en estos mismos 100 años manriqueños.
Usted se ha empeñado en que el proyecto 100 años: Lanzarote y César fuera un trabajo multidisciplinar, ¿por qué? ¿quiénes, qué nombres, lo han acompañado y lo han hecho posible?
Creo que el elemento determinante en materia de insularidad es la conciencia de límite y no tanto el aislamiento. Cuando el hecho insular se percibe desde esa perspectiva (la conciencia de límite cierra el espacio a la vez que lo contiene), es difícil evitar pensar en la isla como en un sistema, es decir, un organismo en el que el todo es mucho más que la suma de sus partes: en esta idea incluso el afuera, lo universal, es una fuerza constructiva más. Nuestra exposición, que aspira a contar la isla —o mejor, a construir una imagen de Lanzarote, una imagen entre otras posibles—, debía incorporar en cada una de sus partes y además en cada uno de sus sustratos, esa idea de sistema, esa idea de que lo colectivo dentro de un proyecto logra una suma mayor que el mero conteo de cada parcela. De ahí que pensáramos desde un inicio que la imagen de la isla debía componer, como la isla misma, la aportación de muchas miradas, de muchas manos y de muchas voces distintas. Lanzarote es la isla que acompañó a Manrique en su proyecto, del mismo modo en que Manrique acompañó a Lanzarote. Por eso tomamos la valonia como emblema de la exposición. Esa alga esférica, que es en cierto modo algo parecido a una isla, incluso más, algo parecido a un planeta, es un poderoso filtro natural al que se debe, por ejemplo, la regeneración del Charco de San Ginés. Cada uno de esos organismos toma bajo su responsabilidad una parte del trabajo y el conjunto de toda esa acción es la vivificación de un espacio. La valonia compone un hermoso organismo sistémico. La exposición aspira a mirar hacia la isla desde esa perspectiva más o menos coral, de ahí que Juan Gopar y yo, como comisarios del proyecto, hayamos querido sumar elementos muy distintos, de ámbitos diferentes. En la parte de la exposición que se abre en El Almacén esta semana, por ejemplo, conviven las coplas de El salinero y los textos de Melchor López, los relatos de El Rabo del Ciclón de Félix Hormiga con las chimeneas de Lanzarote de Luis Ibáñez, los Novios del Mojón de doña Dorotea con el trabajo de ilustración de la artista Mariola Acosta, y miradas tan profundas y decisivas sobre la isla como la de Agustín Espinosa o Manuel Padorno. Del mismo modo, Pepe Dámaso posee un protagonismo necesario, lo que no impide que la figura de Fernando Higueras sobrevuele algunas piezas. Y, además, contamos para La casa Amarilla y para el MIAC con la colaboración de la Reserva de Biosfera, con el trabajo de los botánicos Marta Peña y Jaime Gil, del ilustrador Fran Rodríguez, de la artista Nuria Vidal, de la historiadora Arminda Arteta, de la profesora Laura Mederos, de los fotógrafos Nico Melián y Jaime Vera, de Juan Tejure, del antropólogo Fernando Estévez…Y tan importantes son las presencias como las ausencias. Hubiéramos querido ahondar en la imagen de Lanzarote del Severo Sarduy de Pájaros de la playa, una novela que transforma a la Isla en un lugar para la salvación, para la encarnación de un trágico sanar. Y lo mismo cabe decir de la imagen volcánica de Alechinsky, de la hermosa extrañeza de las primeras inmersiones de Werner Herzog en Lanzarote, de las vendas ungidas de Stipo Pranyko, de la intensa penumbra del poema «Diario insular» de Fernando Gómez Aguilera, de las acuarelas ligeras de la isla de Günther Uecker… Nos gustaría pensar, de hecho, que el trabajo no finaliza aquí: que la indagación debe continuar, con nuevos alientos y nuevos enigmas. En la película Taro, el eco de Manrique Joaquín Araújo dice que el de Lanzarote es un paisaje con firma, y que esa firma es la firma coral del campesino que fue capaz de crear de la nada y en la nada un paisaje. Con su Monumento al campesino César Manrique no hace otra cosa que reconocer la importancia de lo coral y lo multidisciplinar en el proyecto de Lanzarote. Hemos querido recoger esa idea en una exposición que añada y sume. Esperamos haberlo conseguido.
También habla de la necesidad de escribir un relato de Lanzarote en estos cien años. ¿Cómo es posible que no lo tenga, con la riqueza de personajes de toda Europa y África que marcaron a la isla en sus cartas de navegación, con la lucha que el hombre ha entablado con el volcán, la tierra baldía y el fuego, en un lugar sin agua, ni carreteras y, sin embargo, a la que llegan ahora tres millones de turistas?
Los hechos, los actos de creación de mirada acerca de Lanzarote han sido, como usted dice, tan rotundos y tan decisivos siempre, la fortuna de la Isla en el cruzarse de las miradas es tan rica y amplia, que existe una tendencia a observarlos en ausencia de los procesos a partir de los cuales lograron encaminarse. La obra de César Manrique, por ejemplo, es tan intensa, tan exitosa, que es difícil sustraerse a su imantación para observar que, en el construirse de su posibilidad, se hubo de enfrentar dificultades tan extremas que precisaron de la acción de muchos: así, se fabricó agua para el proyecto, se fabricó movilidad, se fabricó industria, se fabricó ciudadanía. Lanzarote es, en esencia —y la obra de Manrique vino a ofrecer sobre esta idea un señalamiento imprescindible, como bien ha dicho con insistencia el profesor Fernando Castro Borrego—, espacio vacío, territorio desnudo, isla de aridez. Sobre ella, un acto creativo integral soñó, desde la cultura y desde la práctica reflexiva estética, un modelo de continuidad en el desarrollo y lo sostenible. Y milagrosamente esa acción capilarizó hacia la sociedad que debía encarnarla. Pero esto no se produjo en un camino de dirección única, sino a partir de la construcción de un relato complejo y profundo para el que resulta difícil construir miradores amplios. En el camino de concepción de esta exposición hemos procurado esquivar peligros tales como la tentación enciclopédica o la impresión de un libro en una pared. Una exposición debe ser antes que otra cosa una construcción desde lo visual: una forma inserta en el hacer de las imágenes. De ahí nuestro interés en señalar desde ahora que a esta muestra debe añadirse un amplio acto de escritura coral. El catálogo que se presentará en el otoño incorporará al menos otra veintena de voces que han aceptado ofrecer su aportación por escrito al ensayo que aquí se construye. Finalmente, el lenguaje audiovisual estará presente con un proyecto muy modesto pero a la vez, eso esperamos, muy pertinente: un corto documental que ofrezca nuevas claves de lectura para el universo de Lanzarote que hemos ensayado. Nuestro relato comienza con las palabras que en 1923 escribe Domingo Doreste “Fray Lesco” al frente de un viaje Por Lanzarote: «Salvo que sea por obligación no creo que nadie quiera venir nunca a Lanzarote» o algo así. Y no termina con los tres millones de turistas que llegan a la Isla cada año. Entre esos dos puntos hay muchos relatos entrecruzados que se deben contar. Hemos tratado de hacer el borrador de uno de ellos.
De toda esta investigación, ¿qué hecho histórico le ha parecido el auténticamente determinante para el Lanzarote que hoy conocemos?
Creo que el hecho sustancial es que Lanzarote es una tierra volcánica en movimiento, viva. Una isla en una constante disertación: una isla que se crea y se destruye ante los ojos del ser que la habita. Esta tierra en estado naciente creo que imprime sobre la ciudadanía una gran aptitud hacia los actos de invención. No hay miedo de arriesgar. No hay miedo de perderse. Gaston Bachelard hablaba de las potencias ensoñadoras de la materia: en este contexto, qué sueños más altos que aquellos que se derivan del acto único de ver surgir la tierra. No es difícil intuir en el ser de Lanzarote que mira hacia el mar la conciencia de que bajo la superficie del agua duermen nuevas islas, y de que se habita en un punto de conexión entre lo escondido en las profundidades y lo nuevo. Esto es algo que han visto, quizá mejor que otros, los poetas. Espinosa, Padorno, López comprenden esa idea de Doreste: «En Lanzarote las montañas parecen satisfechas de su altura.» Creo, así, que el gran acto creativo que determina la fortuna histórica de Lanzarote es resultado del drama del volcán: la Geria, esa idea del volcán cultivado, de obtener lo necesario del borde de una herida, de la herida misma, es absolutamente cautivadora y esencial. Se trata de un acto de regeneración propiciado por el movimiento y por la transformación: todo lo que no se mueve, todo lo que no avanza, acaba por empozarse, por corromperse. Todos los actos de reinvención de Lanzarote desde ese primer momento —y el proyecto de Manrique es el siguiente— provienen de la creación de la Geria.
¿Qué otras oportunidades de contar con una isla totalmente distinta dejamos escapar?
No creo que debamos juzgarnos, ni dejarnos tentar por la nostalgia o la melancolía. Somos exclusivamente lo que sabemos. Así qué la pregunta que deberíamos hacernos no es otra que esa: ¿qué es lo que sabemos? Volvamos a la valonia: que el trabajo coral de cada una de esas bolitas logre filtrar cada día miles de litros de agua es una lección que el charco nos ofrece, en su silencio y en su modestia, desde hace años. Ese trabajo diario no sólo impide la corrupción del agua, sino que la transforma en novedad. Lanzarote se encuentra en el centro de las múltiples tensiones del ahora, sin ahorrarse ninguna: la productividad ciega, el crecimiento insostenible, el deterioro medioambiental, la tensión sobre el territorio, la sobreexplotación de los recursos, la transformación del conocimiento en quincalla, el deterioro del diálogo, la sumisión de la cultura, forman parte del dramático universo del presente. Y sobre eso suma también —en su parte de sistema— los intereses privados, el menoscabo de lo público, la indiferencia, la pasividad, el desprecio por el otro, la ignorancia… Cien años: Lanzarote y César es una exposición. No una solución. Para nada. Hay que tener cuidado con esto: porque no existe en este mundo la solución única, nadie posee los atributos del chamán, nadie puede ofrecernos un éxito total. Hemos tratado de mirar hacia Lanzarote, y hemos tratado de construir algo a partir de lo que fuimos capaces de ver. Nada más. Nada menos.
Fotografía: Richard Cavero