25.04.2021 | Redacción | Relatos
Por: Isa Hernández
La reunión había estado casi perfecta, hasta divertida, pero había llegado el momento de levantarse y salir con presteza a buscar su auto para ir a casa; su tiempo límite había tocado fin y ya se sentía agobiada. No lo podía soportar, resistía solo un tiempo, pasado este se desesperaba, ya no atendía a nada, su mente estaba ausente; respondía sí o no, de forma automática, sin saber qué era lo que correspondía a cada pregunta. Tampoco le afectaba nada si se daban cuenta, no importaba quien fuera el interlocutor, ni le interesaba si se molestaba o no. Le ocurría en un momento dado sin saber el porqué, no lo podía controlar, ni explicar; nadie la entendería; en lo único que empleaba su mente era en ver la forma de huir, con toda la premura, casi a tropel. Cuando se liberaba y entraba en su auto, bajaba los seguros y, se sentía protegida, nada ni nadie le invadía su espacio; su mente fluía y notaba una placidez enorme, como un regalo que le inundaba de tranquilidad, serenidad y sosiego, y, se regocijaba en su silencio, aunque oyera la música, el ruido del motor, o, el jaleo externo. Lo cierto era que, en su mente reinaba el silencio que ella anhelaba como una necesidad imperiosa. Conducía en solitario y en su silencio mental desfilaban historias fantasmales o de quimeras que surgían de la nada, y, en cuanto llegaba a su morada las escribía y fantaseaba con ellas; a veces, les cambiaba el final, y, las dejaba reposar y, cuando las leía se lo cambiaba de nuevo. Así disfrutaba con los personajes y les daba la vuelta a sus vidas, girándoles los rumbos a sus historias. Cuando regresaba de nuevo al ruido, comenzaba a vaciarse su mente, desapareciendo sus historias, y, entrando de lleno en la fase de tolerancia a la realidad de su existencia.
Imagen de archivo: Isa Hernández