27.12.2020 | Redacción | Relato
Por: Isa Hernández
Sentada en la mecedora parecía una flor marchita como si no hubiera pasado por ella la vida, en aquel ayer lleno de risas, ilusiones y deseos de perseguir las utopías que pensaba que no declinarían, y, qué engañada estaba entonces a pesar de ser esbelta, poderosa y airosa, no sabía que, todo pasaría en un suspiro. En realidad, son los sueños los que van espoleando el camino y ayudando a retozar los tropiezos que encuentra mientras ansía recorrer la senda que la ha de llevar al ventanal, donde cada día observaba pasar a los afines que ahora le parecían figuras amorfas carentes de todo el valor que antes merecieran. Ya, ni el pensamiento ajeno cercano o lejano le atañía más allá de lo que le pudiera servir para las penurias elementales y, también sabía que, ni el suyo propio era importante para nadie, más allá de la persona más cercana para que le procurara subsistir. Ella, que un día fue útil, solicitada y querida, y también necesitó compañía, agasajos y otros menesteres sabía bien, que ya no era necesaria ni para comodín y que todos los que la rodeaban, que la cuidaban y dispensaban afectos, en el fondo sabían que estaba cercana la partida, más, cuando la dependencia es dominante. No sabían bien aun los que la atendían, mimaban y jaleaban, que un día no lejano estarán como ella, descansando, si lograban llegar a la última etapa. Su mirada ya no brillaba, ha dejado la mecedora vacía en el hueco del ventanal, ha llegado al final del camino.
Imagen: Isa Hernández | CEDIDA