01.11.2024 | Redacción | Escrito
Por: Pilar Medina Rayo
El 1 de noviembre celebramos el Día de Todos los Santos junto con la festividad de Halloween que hace la misma conmemoración.
Así, en los últimos años, el 31 de octubre los fantasmas, esqueletos y demás seres de ultratumba toman las calles, pululando libremente sin que los más pequeños se asusten, es más, éstos participan activamente de lo que les resulta un gran divertimento que esperan con gran ilusión.
Sin embargo, esto no fue siempre así, hubo un tiempo en que determinados monstruos nos llenaban de terror, tal es el caso de la bruja coruja, el ogro, el hombre del saco, el lobo, etc.
Pero, de todos los asustadores o asustaniños, el más tradicional y generalizado dentro de nuestra cultura es: el coco.
Del coco tenemos su primera referencia en el siglo XV, a través del Cancionero de Antón de Montoro, donde podemos leer: Tanto me dieron de poco, que de puro miedo temo, como los niños de cuna, que les dicen ¡cata el coco!
Amedrentar a los niños para que obedezcan es un arcaico recurso. Este personaje era utilizado por los adultos, para intimidar a sus pequeños infantes y lograr que se comportaran adecuadamente.
El coco nace en una época de superstición, donde se consideraba que el sueño era un estado sensible a la influencia de fuerzas malignas y ocultas. La primeras experiencias con el coco proviene de las nanas con las que se arrullaba al bebé. Quién no recuerda el canturreo: “Duérmete niño, duérmete ya, que viene el coco y te comerá” o “Duérmete, niño chiquito, que viene el coco y se lleva a los niños que duermen poco”.
Al nombrar al coco damos forma a un monstruo poderoso, peludo y que robaba niños desobedientes para después comérselos.
Este personaje era realmente popular. Sabemos por los cronistas que los españoles que iban con Vasco de Gama, a finales del siglo XV, pusieron este nombre a un fruto nuevo para ellos, el coco, debido a que era velludo y con tres agujeros que parecen ojos y boca, asemejándose a la cabeza del ser fantasmal con el que asustaban a los niños. Aún hoy, el coco es sinónimo vulgar de cabeza o cráneo.
Distintos autores se hicieron eco de este personaje, así el Lazarillo recogió entre sus páginas: “Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre e a mí blancos y a él no, huía dél con miedo para mi madre y señalando con el dedo, decía: ¡Madre, coco!”
Poco sabemos de la figura que tenía el coco, sólo que debía ser terriblemente feo, algo que popularmente sirvió para definir a cosas o personas poco agraciadas.
Por su parte, en 1611 Sebastián de Covarrubias decía sobre él que “en lenguaje de los niños vale la figura que causa espanto, y ninguna tanto como las que están a lo escuro o muestran color negro”.
De la anterior afirmación dejaron testimonio grandes escritores como Cervantes “mira cuántas feas cataduras nos hacen cocos”, y Quevedo que utiliza al coco de forma cómica en su obra “Entremés del Niño y Peralvillo”, donde es el infante quien echa mano del monstruo para disuadir a unas mujeres que quieren hacerse con su bolsa diciéndoles: “¿Dame la bolsa? Coco, coco, coco”.
Asimismo, el Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española, de 1729, dice que es “figura espantosa y fea, o gesto semejante al de la mona, que se hace para espantar, y contener a los niños”.
Federico García Lorca afirmó que formaba parte del mundo infantil lleno de figuras sin dibujar, y su fuerza mágica es su “desdibujo”.
Etimológicamente se ha querido vincular al griego kakos, “deforme”, al latín cuculus, “capucha” o a manducus, que era el nombre que los romanos daban a un personaje teatral que llevaba una máscara de boca grotesca y dientes afilados.
Esta figura ficticia de origen ibérico, se extendió a Iberoamérica a través de españoles y portugueses.
Pero ese coco que tantas veces nos asustó se hizo viejo…
Con el transcurso de los años fue cayendo en el olvido, permaneciendo, quizá, en algún rinconcito oscuro, aún sin evaporarse de nuestros recuerdos de niños.