13.02.2021 | Redacción | Relatos
Por: Isa Hernández
Se quedaba embelesada escuchando a su maestra. La admiraba tanto que pensaba que cuando fuera mayor sería como ella. La imitaba en su habitación cuando nadie la veía. Se lo expresaba una y otra vez a sus muñecas. Se fijaba en como iba vestida, en el pelo y en los ademanes al dirigirse a las alumnas. La escuela era solo de niñas, y Margarita acudía cada día al aula a impartir sus clases. Todas la adoraban, pero Clara era diferente, la miraba con deleite, abstraída y con celo, observaba todos los detalles y siempre atendía en clase con especial interés por temor a equivocarse y que pudiera llamarle la atención. Todas sus tareas estaban perfectas, era una de las primeras de la clase. Su cabello dorado peinado en una trenza, y sus ojos claros como el agua cambiaban de color con la claridad, se asimilaban a los de Margarita que unos días eran verdosos y otros azulones. La maestra, ajena a esa devoción que sentía Clara por ella impartía sus clases con naturalidad. Clara a sus doce años estaba en esa edad en que las niñas cambian, eligen a sus ídolos y los adoran, y había elegido a Margarita. Un día la maestra se marchó y no regresó más, a la escuela; la cambiaron de destino. Clara enfermó y estuvo tiempo sin poder asistir a clase. No había contado su problema a nadie, ni a su madre. Su ánimo se resintió y ello le supuso asistencia psicológica. Cuando reveló el problema comenzó la recuperación. Clara rescató su vida y regresó a la escuela, pero ya no volvió a imitar a su nueva maestra. Importante insistir en la atención a los detalles en esas edades inocentes y en las figuras idolatradas cuando se expresan en demasía.
Imagen: Isa Hernández | CEDIDA