Tenerife, años sesenta, algunos recuerdos de mi niñez

10.04.2020 | Redacción | Opinión

Por: Paco Pérez

pacopego@hotmail.com

Nací a finales de la década de los cincuenta del pasado siglo y, cómo es lógico, tengo muchos recuerdos de cómo era Tenerife en los años sesenta, una Isla preciosa, con unos paisajes únicos, que hemos ido destrozando paulatinamente, porque está demostrado que el hombre es el peor enemigo de la Naturaleza, del medio ambiente.

Recuerdo La Laguna como una ciudad con calles adoquinadas de piedra basáltica y cómo entre las talladas piedras nacía el musgo por la humedad y crecía en invierno la hierba, como consecuencia de las lluvias de finales del otoño.

En plena calle jugábamos al fútbol, en pleno centro urbano, y de vez en cuando venía algún coche, por lo que teníamos que parar el juego y reanudarlo cuando pasaba por delante de nosotros, hasta que llegara otro vehículo, algunos minutos después.

Me acuerdo de las viejas carreteras de la Isla, dos de extraordinaria belleza, con abundantes flores de Pascua que florecían en las cunetas cuando se aproximaba la Navidad: la que unía Tejina y Valle de Guerra, en el término municipal lagunero, y la de la Cuesta de la Villa, entre La Orotava y Puerto de la Cruz, especie vegetal que, con los años y gracias al "progreso", ha desaparecido.

En muchos hogares de la Isla no había abastecimiento de agua a domicilio y en Bajamar, por ejemplo, las familias que allí veraneaban, tenían que contratar los servicios de mujeres de aquel pueblo costero, para que trasportaran el líquido elemento a las casas. Eran las llamadas aguadoras, conocidas por todos los que pasábamos temporadas más o menos largas en aquel pago del litoral del norte tinerfeño.

La mayoría de las casas de campo carecían de cuartos de baño y sus habitantes tenían que hacer sus necesidades fisiológicas en las fincas, a la intemperie, hiciera frío o calor, lloviese o el sol rajase las piedras y, como supondrán, no se disponía de duchas para asearse, por lo que se calentaba el agua en grandes calderos o se vertía sobre la cabeza un cubo de agua fría.

Muchas viviendas carecían aún de luz eléctrica, que era por cierto de 110 watios, y que se "iba" cada dos por tres, bien por una bajada de corriente o porque "se fundían los plomos", que no era otra cosa que unos pequeños cables de hilo de cobre en el cuadro de entrada de energía a la casa, dispuestos paralelamente en unos cajetines de color blanco, similares a la loza sanitaria.

A finales de los cincuenta llegaron las neveras y las lavadoras. Curiosamente, las primeras se colocaban en la sala de las casas y no en las cocinas, como hubiera sido lo lógico (pero no existía hueco para encajar este electrodoméstico) y las segundas, además de muy ruidosas, eran semi-automáticas.

Los automóviles eran un artículo de lujo y la mayoría de la población se desplazaba en guagua o "en el coche de San Fernando", el de un ratito a pie y otro andando, y olvídense ustedes de batidoras, de molinillos eléctricos de café y de, por entonces, aparatos tan usuales hoy en día como los microondas, un artilugio de auténtica ciencia ficción.

Una línea de teléfono, a través de operadora, solo la tenían las familias más pudientes y para establecer no ya una llamada entre dos abonados de una misma población, sino para pedir una "conferencia" interurbana, había que descolgar el aparato y esperar a que contestara la encarga de la centralita de la CTNE, que era la Compañía Telefónica Nacional de España. La mayoría de las ocasiones no se establecía la comunicación enseguida y había que esperar un buen rato o incluso horas para poder hablar con quien se deseaba. No digamos nada si esa "conferencia" era con algún lugar de la Península.

Estos son, queridos lectores, algunos recuerdos de mi niñez. Otro día les contaré más batallitas. Lo hago con la intención para que vean cómo han cambiado los tiempos en poco más de medio siglo y sepan apreciar la calidad de vida de la que disfrutamos ahora.

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