25.03.2020 | Redacción | Opinión
Por: Paco Pérez
Para oxigenar un poco el ambiente, hoy no quiero escribir sobre el asunto que nos tiene a todos preocupados, cual es el de ese maldito bicho provocador de una pandemia que nos va a llevar a la mayor crisis humanitaria y económica de los últimos decenios, probablemente desde la II Guerra Mundial, de tan triste recuerdo.
Quiero hoy referirme a un asusto que, debido al bombardeo informativo sobre el coronavirus, ha pasado casi de puntillas para la opinión pública, tal es el "affaire" el rey emérito de España, Juan Carlos de Borbón respecto a su participación activa en varias fundaciones que han "jugado" (por expresarlo suavemente) con fondos económicos de muy dudosa procedencia, algo que no debería ser moral y decente por parte de una persona que ha ocupado la Jefatura del Estado de un país moderno durante casi cuarenta años.
Esto lleva a replantearnos nuevamente el debate siempre reincidente sobre Monarquía o República. Les confieso que siempre he sido un convencido republicano, porque nunca entendí eso de las dinastías privilegiadas y que los reyes lo fueran por el mero hecho de ser descendientes directos de otros monarcas, porque no me parece justo, ya que cualquier ser humano puede llegar a ser el jefe de un Estado sin tener que tener una cabeza coronada, sino que debe ser alguien con la azotea bien amueblada y capaz de servir al interés de los ciudadanos, por encima de otra consideración.
Todos sabemos que España es un país muy peculiar y que durante el siglo XX, un período muy convulso, nuestro país sufrió un reinado sin carácter de Alfonso XIII, que apadrinó un "directorio militar" del general Primo de Rivera, y con posterioridad un sexenio republicano caótico (1931-36) que concluyó con un cruento golpe de Estado y una terrible y fratricida guerra civil, encabezada por militares rebeldes que colocaron a Franco --un criminal y un delincuente represor en la posguerra--, al frente de la nación hasta su muerte en 1975. Toda una etapa para olvidar.
Los españoles nos tuvimos que tragar la decisión del enano general gallego de designar en 1969 al hijo de Juan de Borbón (un hombre que fue hijo y padre de reyes, sin nunca haber sido él) como "sucesor" y los progresistas y antifranquistas no tuvimos más remedio que aceptar la designación de Juanito (como le llaman sus familiares) como primer ciudadano español, para evitar males mayores y, sobre todo, otro enfrentamiento sangriento igual o peor que la propia guerra civil.
Y llegó la ejemplar Transición pacífica hacia la Democracia, más por mérito de la ciudadanía que por decisiones oportunistas. Y todos los que vivimos aquellos momentos, casi sin excepción, apostamos por una fórmula tan extraña como única: una especie de "república coronada" o "una monarquía a la republicana", como bien dijo entonces el líder del PCE, Santiago Carrillo, y algunos dirigentes socialistas, que no tuvieron más remedio que renunciar a la bandera patria tricolor y a la eterna aspiración de convertir a España en una República.
Tras esta breve síntesis personal, atolondrado y tal vez impreciso de nuestra reciente historia, estoy convencido de que lo importante de verdad no es, al fin y al cabo, si el jefe de un Estado lo llega a ser por elección popular o por "designación divina". Lo que nos debe importar es que esa Jefatura sea ejercida de manera modélica y ejemplar, y con todos sus logros y hechos positivos (que existen y ahí están) me parece que el monarca emérito la ha terminado cagando, y perdonen la expresión.
Por todo lo cual, me reafirmo en mi condición de ferviente republicano. Y que cada uno piense lo que quiera... Ustedes perdonen, queridos lectores, sean rojos, azules, indiferentes, republicanos o monárquicos. Soy así de sincero, jeje.