28.11.2021 | Redacción | Relato
Por: Isa Hernández
Se sentaba por la noche en su balcón para verla asomar en el horizonte y le daban las tantas de la madrugada y no se movía del lugar como si se transformara en parte de ella. Repetía la contemplación cada mes, solo cuando estaba llena y se reflejaba en el mar como si fuera un río de plateado que se movía a medida que avanzaba la noche. Marina la dejaba hasta que ella decidía levantarse de la silla de anea, la arropaba con un mantón por los hombros y le servía infusión de hierbabuena tal cual se lo pedía su abuela. La oía hablar sola como si conversará con alguien. Ella le contaba que, entre las montañas de la luna, se escondía su amado que la había dejado hacía tiempo, pero la estaba esperando y, a veces, se asomaba para verla. Entonces, ella, le recitaba algún poema o le refería alguna anécdota ya vivida antes cuando estaban juntos y salían a pasear en las noches serenas cuando la luna resplandecía blanca como la espuma. Marina no entendía muy bien a su abuela, pero la miraba con ternura y pensaba en los recuerdos de sus vivencias y en los sentimientos que pese al tiempo transcurrido aún guardaba y evocaba. Ella no conoció a su abuelo, y puede que ello la distanciara más del pensamiento que albergaba su abuela. Quizá esos instantes relatados algún día serían un recuerdo grabado en la memoria de Marina para contar a sus hijos o nietos. Más de una vez se sorprendió mirando a la luna llena con los ojos aguados cuando su abuela ya no estaba, pero se sentía feliz de haberla conocido, de acompañarla y de notar esa emoción que le traspasaba el alma.
Imagen de archivo: Isa Hernández