15.05.2021 | Redacción | Opinión
Por: Rafael J. Lutzardo Hernández
No descubro nada nuevo, si escribo que la historia de Canarias ya está reflejada desde la época clásica. Sin embargo, y en esta nueva etapa del siglo XXI, una nueva pandemia denominada Covid-19, viene generando un cambio radical en el planeta tierra; motivando muchas muertes, dudas, miedos e incógnitas de un nuevo futuro. También, la paralización del mundo; provocando una crisis económica sin precedentes, el cierre definitivo de miles de empresas, ausencia del turismo, millones de parados, la hostelería “muerta” y nuevos cambios culturales en las sociedades del mundo, donde tendremos que ir asimilando y aprendiendo poco a poco. Es de prever, que esta pandemia mundial pueda ser frenada en un futuro no muy lejano por la ciencia.
Por otro lado, es importante recordar que en otras épocas, Canarias ya supo lo que es sufrir y morir por unas series de enfermedades infecciosas y pandémicas. Así, lo describe Eloy Vera en el Diario de Fuerteventura, una interesante historia de las pandemias que en otra época azotaron Canarias. La historia de Canarias cuenta con capítulos dedicados a las epidemias, enfermedades contagiosas que llegaban al Archipiélago a través de los puertos que conectaban con la Península, Europa y América. Episodios de peste, tifus, vómito, fiebre amarilla, cólera… azotaban las Islas y mermaban a una población ya de por sí castigada por la falta de recursos sanitarios y con el fantasma del hambre y las sequías al acecho.
La pandemia del coronavirus Covid-19, que ha dejado decenas de muertos en Canarias desde que aparecieron los primeros casos el pasado mes de febrero, no es un episodio desconocido para los habitantes de las Islas. Las primeras epidemias se remontan a la época prehistórica. Los aborígenes canarios tuvieron que hacer frente a enfermedades introducidas por los europeos, que llegaban al Archipiélago con fines evangelizadores y afán conquistador.
Gracias a las fuentes etnohistóricas sabemos de un episodio de epidemia en Gran Canaria en el siglo XIV. Tal vez, la llegada de unos monjes mallorquines a la Isla fuera el desencadenante del contagio entre los aborígenes grancanarios. Las referencias en las crónicas son escasas y no aclaran si fue peste o gripe.
Los isleños interpretaron la muerte de sus paisanos como un castigo divino impuesto a la comunidad por los infanticidios femeninos que llevaban a cabo ante el aumento desmedido de la población.
Mucho más sabemos de la epidemia de modorra que dejó unos 5.000 muertos entre el otoño de 1494 y el invierno de 1495 en Tenerife. El historiador José de Viera y Clavijo, en el siglo XVIII, aseguraba que esta, “consistía en fiebres malignas o agudas pleuresías, que terminan en una letargia o sueño venenoso que llamamos modorra”.
Su propagación se produjo en plena campaña militar de la conquista de Tenerife y después de que los guanches hubieran salido victoriosos de la primera de las batallas de Acentejo.
Sin embargo, este virus, con cuadros similares a la gripe, permitió a las tropas españolas acelerar la conquista de Tenerife. Los conquistadores vieron en la propagación de la enfermedad un acto milagroso enviado por Dios, que se había puesto de su parte para vencer a los aborígenes.
El historiador Pedro Quintana Andrés lleva décadas buscando en los archivos de Canarias documentos con los que seguir reconstruyendo la historia de las Islas. Este doctor en Historia asegura que las enfermedades contagiosas durante la etapa moderna en Canarias “fueron periódicas y reiterativas”. Es decir, “se dieron a lo largo de todo el proceso histórico hasta el presente destacando, sobre todo, tres por su incidencia sobre la población: la peste, de la que tenemos constancia hasta principios del siglo XVII, la fiebre amarilla y el cólera morbo”.
La peste, una enfermedad de origen bacteriano, fue una de las primeras epidemias que llegó a Canarias tras la conquista. En 1506 se desató un brote en Gran Canaria que corrió con rapidez por Fuerteventura, Lanzarote y Tenerife. En esta última, duró dos años y produjo decenas de muertes entre los guanches que aún residían en Anaga.
A finales del siglo XVI, hacia 1582, un nuevo brote de peste sacudió Tenerife. Esta vez con más virulencia y miles de muertes. Se calcula que, entre unas 5.000 y 7.000 personas causaron baja en una población que no debía de superar los 20.000.
La tradición asegura que el origen está en el deseo del nuevo gobernador de Tenerife, Lázaro Moreno de León, de contribuir en la solemnidad del Corpus de Tenerife adornando el balcón de su casa con unos tapices orientales traídos de Flandes. Estas colgaduras serían las portadoras de la epidemia de peste bubónica.
Estudios más recientes plantean la posibilidad de que el origen fueran las personas y ropas que llegaron en un barco procedente de Las Palmas, donde estaba en degredo la flota de Indias afectada por el contagio. Al parecer, no se tomaron medidas sobre el peligro que suponía en Tenerife hasta después de que llegara el aviso de la enfermedad desde Gran Canaria.
La epidemia se extendió por La Laguna y Santa Cruz. Como medida para frenar el contagio, se recurrió a rogativas a la Virgen de Candelaria y un cordón sanitario entre La Laguna y el puerto de Santa Cruz con penas de 200 latigazos, e incluso, la horca para quienes lo traspasaran.
Los episodios de peste se sucedieron durante el siglo XVI en Gran Canaria. Una de las más virulentas fue la de 1523. En esa ocasión, los habitantes de Gran Canaria se pusieron bajo la protección del Cristo de Vera Cruz al que dedicaron rogativas. Parece que el Cristo los oyó y la epidemia acabó desapareciendo. Como seña de gratitud, los grancanarios levantaron una ermita en Las Palmas para venerar la imagen.
El catedrático de Historia Moderna Manuel Lobo reconoce que las medidas para frenar las epidemias en esa época eran “bastante escasas” y explica cómo estas enfermedades llegaban a Canarias a través de sus puertos.
Como medida de protección, se hacían visitas a los barcos que llegaban a las Islas. Una era la “visita de guerra” para saber si los barcos procedían de algún lugar con el que España estuviera en conflicto y la otra respondía a la “visita de salud”. “Si se sabía que el barco procedía de una zona donde había epidemias no se dejaba salir a los tripulantes ni a la mercancía porque muchas veces el virus se contagiaba a través de la carga. Luego se establecía una cuarentena de 40 días”, explica el investigador.
El historiador Carmelo Torres asegura que las medidas de vigilancia llegaron, incluso, al punto de situar vigías en las atalayas para impedir el desembarco de personas y mercancías, “llegando a penarse hasta con la muerte cualquier contacto no permitido en esos tiempos de enfermedad”.
A los fallecidos y enfermos se unían los efectos que sobre la actividad comercial tuvieron las arribadas de enfermedades contagiosas. La cuarentena a las mercancías originaba “importantísimas pérdidas económicas, al tener que sumergirse en vinagre, tratarse con cal o estar expuestas al sol y el viento durante toda la cuarentena, alcanzando en el caso de los tejidos o alimentos a poder darse por perdida toda la carga”, añade Torres.
La peste de 1601
La desobediencia de la tripulación de un barco procedente de Sevilla fue la causante de un nuevo episodio de peste en Tenerife en 1601. Hasta el puerto de Garachico llegaron dos embarcaciones por esas fechas procedentes de Sevilla. Se les prohibió la entrada, pero uno de ellos desobedeció. La enfermedad no tardó en extenderse por los municipios de Los Realejos, Icod, Los Silos y el puerto de Santa Cruz. Desde Tenerife, se propagó a Gran Canaria y de ahí a Fuerteventura y Lanzarote.
A principios del siglo XVIII, un barco volvió a traer la desgracia al Archipiélago. Una embarcación procedente de La Habana extendió, por primera vez en Tenerife, la fiebre amarilla o vómito negro. Se calcula que de 6.000 a 9.000 personas acabaron contagiadas. Para frenar el contagio se recurrió a la virgen de Candelaria para que mediara con sus poderes divinos.
Los episodios de fiebre amarilla continuaron durante todo el siglo junto a otras enfermedades como el tabardillo, con fiebres muy elevadas. En 1810, un barco procedente de Cádiz trajo otro brote de fiebre amarilla a Tenerife. A principios del verano de 1811 la epidemia se desató en la ciudad de Las Palmas, detectándose el primer brote en el barrio de Triana. La alarma cundió y algunos capitulares se trasladaron a la ciudad de Telde, entre ellos el ilustrado José Viera y Clavijo.
El historiador Pedro Quintana Andrés explica que, durante esos siglos, las enfermedades “van sustituyéndose, de una forma natural las unas a las otras, pero siempre asociadas a las carencias de alimentación y el hacinamiento en la ciudad porque casi todas ellas surgen ahí y luego se propagan al campo”.
Ciudades insalubres
El estado de las ciudades canarias ayudaba a la propagación de las enfermedades. Manuel Lobo comenta que, en esos siglos, las urbes de las Islas tenían “un problema tremendo que era la falta de higiene y de elementos sanitarios. La basura se tiraba cerca de las casas, los animales en las calles… eran elementos propios para que los contagios se propagaran con bastante intensidad”. Tampoco ayudaba a frenar su propagación que, en muchos sitios, se enterraran a las personas en las iglesias, lo que suponía un foco de transmisión para quienes acudían a los oficios religiosos.
Los cabildos eran los que tenían las competencias para frenar el avance de las epidemias, pero los medios para remediarlos eran pocos. Se recurría al aislamiento, cordones sanitarios con multas a quienes se lo saltaran y labores de desinfección a base de cal que usaban para encalar las paredes.
También tenían que luchar con la falta de médicos. En la mayoría de las islas, por esas fechas, no había y en Gran Canaria y Tenerife no debía de haber más de uno o dos. Empleaban como remedio medicinal sangrías y aguas con hierbas.
En 1851, la población de Gran Canaria vivió una de las mayores epidemias de su historia: un brote de cólera morbo que provocó un0s 6.000 fallecidos. El origen fue un navío procedente de Cuba. Parece ser que el brote se inició a través de una lavandera del barrio de San José, María de la Luz Guzmán que, supuestamente, al lavar la ropa de los tripulantes se contagió. Cuentan los historiadores que los contagios fueron tan grandes que en los arenales de Las Palmas se hicieron fosas para enterrar a las personas.
La propagación del virus no tardó en extenderse por el resto de Las Palmas. Fueron muchos los que huyeron de la ciudad para refugiarse en pueblos del interior.
La epidemia del hambre
La falta de documentación en los archivos sobre Fuerteventura y Lanzarote durante los primeros siglos de historia hace difícil conocer las enfermedades que padecieron los habitantes de estas dos islas. Sabemos que hasta ellas llegaron brotes de peste como la de 1506 o la de 1554 en Fuerteventura, tal vez motivada por el comercio que la Isla mantenía con los puertos de Madeira, Portugal y Marruecos.
Para el historiador Manuel Lobo estas dos Islas tuvieron, durante esos siglos, “una epidemia continua que, muchas veces, no llegaba del exterior. En estas islas, las epidemias las ocasionaban las sequías que hacían que no se produjera alimentación ni pasto para los animales y derivara todo en una mortandad tremenda”.
Lobo explica que a Fuerteventura y Lanzarote, a pesar de tener una actividad comercial con Gran Canaria y Tenerife para proveerla de cereales en años buenos y de carne, las epidemias realmente “no le llegaban con la intensidad” con la que lo hacían en otros puntos del Archipiélago.
Aun así, el Cabildo de Fuerteventura durante el Antiguo Régimen no bajó la guardia y cada vez que se enteraba de que en las islas de Gran Canaria y Tenerife había brotes de peste, las autoridades majoreras mandaban el cierre de los puertos de la isla: El Tostón, en El Cotillo y los de Caleta de Fuste y Pozo Negro.
También, estaba en sus preocupaciones mantener medidas de salubridad en las fuentes y separadas las de consumo humanos de aquellas donde bebían los animales para evitar la propagación de enfermedades como el tifus. Los vecinos, divididos por turnos, debían cumplir la obligación dictada por el Cabildo de limpiar las fuentes. Casi siempre en primavera, entre los meses de abril y junio, después del periodo de lluvias.