26.12.2020 | Redacción | Opinión
Por: Rafael J. Lutzardo Hernández
El año 2020 esta apunto de concluir, pero tristemente con un desgarrador y amargo recuerdo en el mundo. Es decir, la aparición de la Covid-19, virus pandémico que está cambiando la forma de vivir de los habitantes del planeta Tierra. Por si fuera poco, provocando la muerte en millones de personas de todos los países del mundo. Especialmente, en la generación de mayores que en otra época trabajaron y lucharon por sus ideales. Mayores, con patologías y edades diferentes, los cuales se han visto sorprendidos por los tentáculos de un virus asesino. Una generación de mayores perdida que han muerto en la más pura de la soledad. Sin duda, y en lo que se refiere a los Centros de Mayores, lo que en un principio era bueno para esa generación, resulta ser que ahora se han convertido en habitáculos “trampas”. Geriátricos, que durante el comienzo de la pandemia se convirtieron en confinamientos desgarradores y tumbas humanas sin ser despedidos por sus respectivos familiares.
Por tal motivo, escribe Pablo de Llano en el periódico El País, que el corona virus ha sido la última prueba de resistencia para toda una generación. El 86% de los casi 30.000 muertos reconocidos oficialmente en España tenía más de 70 años. De ellos, el mayor porcentaje superaba los 80. Y podrían ser muchos más, según los datos del exceso de fallecimientos de este año respecto al anterior publicados por el Instituto Nacional de Estadística. Pertenecen a una generación que creció en la posguerra y que, tras atravesar la dictadura, protagonizó una regeneración formidable de su país. Su esfuerzo fue el catalizador del ascenso social de sus hijos y nietos. Su lucha cimentó la democracia. Al final, en sus casas, en hospitales o en residencias, auténticas trampas sin salida, muchos fallecieron solos, después de haber dado tanto. Esta es la historia de vida y muerte de algunos de ellos, contada por los que les han sobrevivido. |
A los que sufrieron la guerra; los que pasaron hambre durante la tísica posguerra; los que atravesaron la larga noche de piedra del franquismo, ¡Franco¡ ¡Franco¡ Franco¡; los que tuvieron que emigrar y luego volvieron y los que vieron emigrar a los que no volvieron; los que fueron obligados desde niños a creer en Dios; los que iban a misa a regañadientes y los que iban dichosos; los hombres que trabajaron y trabajaron y trabajaron y las mujeres que criaron –y trabajaron y trabajaron y trabajaron–; los que impulsaron el desarrollismo y pudieron comprarse su primer coche (un Simca 1200, un Renault 6, un Seat 850) y disfrutarlo, cuidarlo, venerarlo; las que necesitaron permiso paterno para independizarse antes de los 25 años o permiso de su marido para poder tener un empleo y, también, las que después de todo eso pudieron ponerse un bikini; los que nutrieron el movimiento sindical y, también, los que no lo hicieron; los que escucharon “Españoles, Franco ha muerto” y los que escucharon “Puedo prometer y prometo”; los que no pudieron estudiar pero un día vieron a sus hijos y a sus nietos sacarse carreras y ser abogados, doctoras, arquitectas, ingenieros, profesores, científicas y tantas otras cosas que tanto los llenaron de orgullo; los que votaron al PSOE y los que votaron al PP; los que llegaron a comprarse una segunda vivienda en la costa; los que después de una vida de tanto curro pusieron los pies a remojo en las playas de Benidorm; los que después de que cayera Lehman Brothers abrieron la hucha para apoyar a sus hijos, a sus familias y a la economía nacional; los que vivían jubilados en sus casas; los que vivían jubilados en residencias; a los miles, miles, miles, miles de mayores que se tragó la bola de nieve del coronavirus. Descansen en paz.